¿Quién fué santo Domingo? Su vida y milagros...
 
Caleruega (Reino de Castilla), 1170 – Bolonia (Sacro Imperio Romano Germánico), 6 de agosto de 1221. Canonizado en 1234 por el papa Gregorio IX. Fue un presbítero castellano y santo católico, fundador de la Orden de Predicadores, más conocidos como Dominicos (OP). Sus padres fueron los nobles Félix Núñez de Guzmán y Juana Garcés (llamada comúnmente Juana de Aza, beatificada en 1828) y tuvo dos hermanos, Antonio y Manés (este último, fue uno de los primeros beatos dominicos). Es venerado en Iglesia católica, iglesia anglicana e Iglesia luterana.


A pesar de ser uno de los personajes españoles de la Edad Media mejor estudiado y mimado por la literatura, la escultura y sobre todo por la pintura, santo Domingo sigue siendo poco conocido y menos aún popular. Se le recuerda más por frailes y monjas de su Orden (Tomás de Aquino, Alberto Magno, Catalina de Siena, Vicente Ferrer, Martín de Porres, Rosa de Lima, Juan Macías, Bartolomé de las Casas, Francisco de Vitoria, Luis de Granada, cardenal Zeferino, Arintero, Getino y tantos otros...) que por él mismo, o por la popular estrofa rosariana “viva María, viva el Rosario, viva Santo Domingo que lo ha fundado”.


Este preclaro personaje fue hijo de Félix de Guzmán y de Juana de Aza y nació en la villa burgalesa de Caleruega, cerca de Silos, hacia el año 1170. Sus padres eran nobles y por su matrimonio se unieron los linajes Guzmán y Aza, bien conocidos a lo largo de la Edad Media, participantes en la Reconquista española y señores de Caleruega.


Los Guzmán-Aza se distinguieron por su acendrada fe, generosidad, valor, espíritu emprendedor y audaz, energía tenaz y un alto grado de servicio al Estado y a la Iglesia, características a las que Domingo juntaría a la vocación de su vida y su obsesión “ganar almas para Cristo”.


El nacimiento de Domingo estuvo precedido de una visión que su madre Juana tuvo cuando estaba embarazada. Le pareció ver un cachorro con una antorcha encendida en la boca que iluminaba el mundo. Aquella luz, resplandor o especie de estrella que muchos testigos verían después en el rostro de Domingo y que atraía el respeto, la admiración y el amor de todos, era como la constatación de una vida singularmente santa vivida a imitación de los apóstoles y puesta enteramente al servicio del Evangelio y de la Iglesia.

Fue bautizado en la iglesia románica de San Sebastián, todavía en uso, en una pila bautismal que aún se conserva y en la que desde hace siglos son bautizados miembros de la Familia Real española.

Le pusieron de nombre Domingo, nombre no raro en la comarca y en la misma Caleruega, en recuerdo y agradecimiento al santo abad Domingo, cuyo cuerpo se conservaba en la cercana abadía de Silos. A ésta había acudido Juana de Aza, embarazada de Domingo, y allí, como a otras abadías y monasterios cercanos, en los que florecía la santidad y la ciencia, habría llevado alguna vez al niño. Su infancia transcurrió en Caleruega al calor del hogar familiar, que era al mismo tiempo casa, iglesia y escuela, y al refugio del torreón de los Guzmanes, todavía en pie aunque bastante transformado.


Desde su atalaya, como desde la cima de la peña de San Jorge, en la misma villa natal, es seguro que Domingo mirase y admirase más de una vez el amplio y lejano horizonte que se abría a sus ojos. Su madre, conocida en la Orden dominicana o de Predicadores como “la santa abuela” se ocupó de enseñarle las primeras letras, pero sobre todo las sencillas oraciones cristianas y de inculcarle una grande fe que ella y su familia vivían, una fe alimentada por la caridad, virtud que Domingo llegaría a vivir intensamente. Tuvo una infancia normal, sin acontecimientos extraordinarios a excepción del que en una ocasión vivió con su madre y que conocemos por los primeros biógrafos del santo.

Doña Juana había dado el vino a los pobres, y cuando su marido, Félix de Guzmán regresó de improviso de una expedición militar y se enteró del hecho pidió a su mujer que le sirviera vino a él y sus hombres. Juana y Domingo rezaron a Dios en la bodega de la casa-palacio y el milagro se produjo; don Félix y sus soldados pudieron beber un excelente vino. El hecho se ha conservado en la memoria histórica y es importante recordarlo, porque probablemente esa fue la primera vez que Domingo, todavía niño, tuvo experiencia del valor y del poder de la oración, otra de las virtudes en las que llegaría a ser tan aventajado que sus biógrafos dicen de él que dedicaba noches enteras a la oración y que de día siempre hablaba con Dios o de Dios: “Cum Deo vel de Deo semper loquebatur”.

Hacia los siete años de edad y encauzada su vida a la clerecía, Domingo vivió con un tío suyo arcipreste de Gumiel de Hizán (Burgos) y con él aprendió la cultura básica para prepararse a dar el salto a la Escuela diocesana de Palencia, por entonces muy floreciente y antesala de lo que poco después sería el embrión de la primera universidad de España. Allí, hacia 1185-1186, se presentó el adolescente Domingo de Guzmán y en Palencia permanecerá hasta, más o menos, cumplir los veinticuatro años de edad dedicado a estudiar y a rezar. Estudió letras, dialéctica, teología, sagrada escritura, especialmente el Nuevo Testamento, del que llegará a aprender de memoria gran parte del evangelio de san Mateo y de las epístolas paulinas, que siempre llevaba consigo. En Palencia creció y se desarrolló ya su gran personalidad humana y espiritual, de la que han quedado rasgos indelebles y de exquisita calidad.

Domingo era reservado por naturaleza, meditabundo, estudioso, amante de la soledad, contemplativo. Pero esas cualidades no le hacen cerrarse al mundo y huir de él, sino todo lo contrario. Es un joven “adulto” abierto, alegre, permeable y caritativamente solidario con las desgracias y penurias de sus semejantes. Lo puso bien de manifiesto cuando Palencia sufrió una terrible hambruna de las que azotaban de cuando en cuando a España.

En tal ocasión, Domingo llegó a vender hasta sus valiosos libros anotados de su propia mano, al tiempo que decía: “No puedo estudiar en pieles muertas [los pergaminos] mientras las vivas [las personas] se mueren de hambre”. Vivía el Evangelio de la caridad, la parte de él que mejor conocía: “Porque tuve hambre y me diste de comer” (Mateo 25, 35). Y todavía, años después, su caridad se convertirá en heroica, cuando en cierta ocasión estuvo dispuesto a cambiarse por uno al que en una incursión sarracena habían hecho esclavo. Palencia fue para él como un Nazaret y un desierto donde recibió mucho para después seguir dándolo a los demás.

Terminada su experiencia palentina, Domingo se trasladó a Osma (1196) para formar parte de su Capítulo catedralicio y hacerse canónigo regular. Allí conocerá al que después será su entrañable amigo y obispo Diego de Acebes (o Acebedo), por entonces prior del cabildo, y al obispo de la diócesis Martín de Bazán. En Osma, Domingo recibe el sagrado orden del sacerdocio envuelto en un gozo espiritual extraordinario.

Desde entonces, cuando celebre casi a diario la santa misa, será favorecido con “el don de lágrimas”. Comenzaba el segundo gran desierto de Domingo: silencio, contemplación, estudio aunque también la actividad ministerial.

En Osma pasará los próximos años, hasta 1203, desempeñando los cargos de sacristán del cabildo, de subprior a pesar de ser muy joven y participando activamente en la reforma que se había iniciado dentro de la comunidad y cuyo objetivo era recuperar el ideal de vida de los apóstoles con una sola alma y un solo corazón (Hechos, 4, 32).

Sin saberlo aún con exactitud, Domingo se preparaba en Osma para la que sería su futura y principal misión en medio de la Iglesia: predicar insistente e incansablemente, con la vida y la suave fuerza de la palabra, hasta la misma víspera de su muerte, a Jesucristo muerto y resucitado (2 Timoteo, 4, 2).

La ocasión de ver de cerca cuánta era la mies y cuán pocos los operarios se le iba a presentar bien pronto. Corría la primavera de 1203 y una circunstancia imprevista, pero sin duda providencial, obligó a Domingo a abandonar la tranquila y recoleta soledad del claustro. Alfonso VIII de Castilla encargó al obispo Diego de Acebes una misión real con destino a Dinamarca y el obispo quiso que su amigo Domingo lo acompañara.

Aquellos mundos de horizontes misteriosos e infinitos que hacía años vislumbró desde el torreón de Caleruega se abrían ya para Domingo como una realidad llena de atractivo y de un inmenso trabajo apostólico. Concertada la boda real, objetivo del viaje, al final no pudo realizarse por haber muerto poco después la princesa elegida. Pero antes de regresar a España la comitiva regia, Domingo y su obispo Diego visitaron el corazón de la cristiandad.

Los viajes realizados a través de Francia y de otras tierras hasta llegar a las del norte de Europa, habían lacerado los corazones y las almas de ambos apóstoles. Habían visto a millares de ovejas sin pastor y peor aún, a muchas de ellas rodeadas y acorraladas por lobos feroces. Estremecidos ambos, decidieron que era urgente informar detalladamente al papa Inocencio III, quien ya sabía algo, e intentar poner remedio evangélico lo antes posible, pues en el sur de Francia lobos rapaces devoraban a la Iglesia. El corazón apostólico de Domingo se quedó prendido del Mediodía francés cuando vio con sus propios ojos hasta dónde hacía mella la herejía cátara.

Después de una larga y fatigosa caminata de regreso a España, Domingo descubrió que el dueño de la posada en la que se albergaron era hereje. A pesar de estar allí solo un día, no le faltó tiempo a Domingo para iniciar una conversación que duró toda la noche, un diálogo agudo, razonado, claro, suavemente persuasivo, y al despuntar el alba el hospedero recuperó la fe y regresó al seno de la verdadera Iglesia. Era el primer triunfo de Domingo en tierra de herejes y contra la herejía, preludio de la cosecha que iría recogiendo sin mucha espera.

Pero había que esperar, conocer la situación política, social y religiosa, que era una mezcla casi inseparable, comprender la magia de la herejía, la razón de su éxito en tantas personas y el porqué del fracaso hasta entonces de los evangelizadores.

Los cátaros que poblaban el sur de Francia eran descendientes doctrinales del evangelismo del siglo XI, de los valdenses y de otras deformaciones doctrinales más antiguas. Estaban protegidos por nobles (Raimundo VI de Tolosa y otros), y atraían a masas de personas alejándolas de la Iglesia y volviéndolas contra ella. Sus obispos y diáconos, los llamados “perfectos itinerantes” y sus comunidades se auto llamaban y creían ser los auténticos herederos de los apóstoles y de la Iglesia primitiva. Con una liturgia muy simple y un modo de vida aparentemente pobre intentaban erróneamente revivir el ideal de las primeras comunidades cristianas atacando y queriendo suplantar a la Iglesia católica romana.

Había mucha apariencia en sus vidas y sobre todo demasiado error en su doctrina como para que el teólogo y vir evangelicus que era Domingo de Guzmán no se percatase de la falsedad y los fallos de aquellos descarriados. En realidad, los cátaros (o albigenses, por estar muy presentes en la región de Albí) no comprendían el sentido cristiano del pecado que aborrecían, de la penitencia externa que hacían, de la castidad de que alardeaban, de la salvación a la que se creían predestinados.

¿Quién era realmente Cristo para ellos? ¿qué significaba la Cruz? ¿no rechazaban la materia, lo creado, el mundo, el matrimonio, por creerlo todo ello pecaminoso e imperfecto? Eran gnósticos dualistas y, por lo tanto, incapaces de comprender y de vivir lo esencial del Evangelio, del que sólo imitaban la apariencia. Domingo vio el error y se apenó del estrago espiritual y social que aquella ambigüedad doctrinal producía en masas enteras de gentes sencillas e ignorantes.

No regresaría a España dejando a aquella multitud a la deriva. Era cierto que algo se venía haciendo desde tiempo atrás, pero sin resultados positivos. Los buenos monjes cistercienses, legados pontificios, no habían dado con la clave del éxito; les faltaba la pedagogía adecuada para convertir a los herejes: mejor preparación doctrinal y un poco más de ejemplo, justo todo lo que tenían Diego y Domingo.

En junio de 1206, en Montpellier, ambos misioneros (carisma fundante para la Orden de santo Domingo, ya que además de conocerse como la Orden del Rosario, se la conoce como la primera Orden misionera, la primera institución de la Iglesia encargada de la misión, de la predicación, de llevar el kerigma del evangelio a las gentes), Diego y Domingo se encontraron con tres de aquellos legados y les dieron la fórmula para vencer a los herejes. Era muy sencilla; se trataba de unir vida y doctrina, palabras y hechos, hacer sencillamente y con verdadera humildad lo que Cristo recomendó a los apóstoles. “No llevéis con vosotros oro, ni plata, ni alforjas para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón” (Mateo 10, 9-10). La suerte estaba echada.

Aquel encuentro fue decisivo. Domingo se convierte entonces y para siempre en predicador de la gracia, en vocero de Jesucristo, imitando en todo el modo de vida de los apóstoles. Las conversiones se multiplican y la noticia de la nueva predicación corre de ciudad en ciudad: Montpellier, Servian, Béziers, Carcasonne, Toulouse y otras se benefician de la presencia de los nuevos predicadores. Destaca Domingo, que ya ha protagonizado un hecho extraordinario. Un libro escrito por él conteniendo doctrina verdadera fue sometido al juicio del fuego y aunque fue arrojado tres veces a las llamas no se quemó. La gente va recuperando la fe y algunos herejes se convierten. La doctrina y el ejemplo de vida de Domingo y su grupo son incontestables.

En 1207, se instala en Prouille (Prulla), a los pies de Fanjeaux, que era uno de los focos principales del catarismo, para desde allí continuar la predicación de Jesucristo. El obispo Diego tiene que regresar a su diócesis y la muerte le sorprende en Osma el 30 de diciembre de ese año; otros compañeros se vuelven a sus abadías y Domingo queda prácticamente solo en medio de un nido infectado por la herejía y revuelto por los intereses políticos de los señores feudales de la región, que luchaban entre sí (Pedro de Aragón, Raimundo de Toulouse, Raimundo-Roger Trencavel).

Para colmo de males el legado pontificio Pedro de Castelnau es asesinado en 1208 por un familiar del conde de Toulouse y el papa Inocencio III entró en acción estallando la cruzada de 1209, que puso en llamas a la región de Albí. Simont de Monfort será el encargado de pacificar los ánimos, aunque fuera a costa de sangre y fuego. En poco más de tres años, este cruzado, tan intrépido como ambicioso, puso orden en el caos del Mediodía francés muriendo muchos herejes en la hoguera. Aquel método de “pacificar” y de “convencer” a los herejes repugnaba y le era totalmente contrario a Domingo de Guzmán, cuya predicación y evangelización se veía frenada por el furor de las huestes cristianas de Simón de Monfort.

El método evangelizador de Domingo, como hizo con el hospedero, era el de la suave persuasión, el de la paciencia que todo lo alcanza con la gracia de Dios, el de la paz, el de convencer con razones y hechos a los extraviados para atraerlos a la fe verdadera y a la Iglesia única de Jesucristo. ¿Cómo se podía matar en nombre de Cristo y de su Iglesia? Pero a pesar de tantas contradicciones y peligros, él continuó en la brega.

En circunstancias tan adversas, Chesterton escribe que Domingo hubo de ponerse y seguir al frente de una formidable campaña para la conversión de los herejes, y que consiguiera hacer volver a lo antiguo a masas de personas tan alucinadas con sólo hablarles y predicarles supone un enorme triunfo digno de colosal trofeo.

Mientras mantuvo su centro de operaciones en Prulla (1207-1213, estando 6 años solo) a Domingo se le unió un grupo de mujeres jóvenes, casi todas nobles, a quienes sus padres habían entregado a los cátaros para que las educasen, pero que ellas, de origen enteramente católico, habían conseguido escapar de la herejía.

El grupo fue creciendo y Domingo, que demostrará tener un tacto especial en el trato y ministerio con las mujeres, como atestiguarán después las beatas dominicas Cecilia y Diana, se convirtió en el protector y alma de aquel grupo, embrión y corazón de lo que más tarde serían las monjas dominicas de clausura. Al propio Domingo se deben las fundaciones de los monasterios Prulla, Fanjeaux, Toulouse, Roma, Bolonia y Madrid.

A partir de la fundación de Prulla, y al menos en la oración, la alabanza, el sacrificio y el afecto, Domingo no estará ya nunca solo; sus hijas serán su ejército de retaguardia. A las de Prulla les procuró rentas necesarias con las que vivir dignamente y sin preocupaciones y les escribió una Regla para que vivieran conforme a ella en caridad y comunión.

Pero ¿quién le acompañaría y ayudaría en el duro y cotidiano bregar de la santa predicación itinerante? Domingo va gestando la idea de formar una familia religiosa dedicada al estudio para la evangelización y viviendo, como él, al estilo de los apóstoles. El obispo Fulco de Toulouse le confía la parroquia de Fanjeaux y poco a poco se le van uniendo algunos compañeros animados del mismo espíritu. ¿Por qué no formar con ellos la comunidad de Hermanos Predicadores, que tanto le rondaba en la cabeza y le latía en el corazón? Meditando y rezando en Toulouse (1215) Domingo perfila, renueva y refuerza su idea. No se trataba de una empresa provisional y localista, sino de una perdurable y universal; quería fundar una nueva y original Orden religiosa en la que el binomio monje-apóstol fuera inseparable. Pedro Seila, vecino distinguido y acomodado de Toulouse, visitó con otro compañero a Domingo y le dio unas casas para comenzar el proyecto. La fundación de los futuros dominicos se puso en marcha en la primavera de aquel año de gracia.

En junio, el obispo Fulco aprobó la nueva familia de predicadores diocesanos. Sus miembros, dirigidos por Domingo, vivirían en comunidad, pobreza, castidad y obediencia dedicados con ahínco a predicar a Jesucristo. No sólo predicarán contra la herejía y a los herejes, sino la totalidad de la doctrina y a todas las gentes participando así de la entera y misión pastoral del obispo. Pero la Predicación de Toulouse, como se llamó a la nueva fundación en sus primeros años, no satisface aún plenamente a Domingo. Acogido él y los suyos a la protección del obispo, la subsistencia de la comunidad estaba demasiado asegurada, mientras que el fundador prefiere la pobreza radical, vivir de la mendicidad.

Por otro lado, ser predicadores y pastores sólo de una diócesis ¿no recortaba las miras universales de evangelización que Domingo llevaba dentro de sí? ¿y los paganos que vio en sus viajes?, ¿y qué sería de tantas otras ovejas que aún estando dentro de la Iglesia parecían no tener pastores? Domingo estaba contento, pero no satisfecho. Su plan apostólico de evangelización debería llegar a toda la Iglesia y rebasar sus fronteras.

¿Cómo conseguirlo? En 1215, el Papa convocó el IV Concilio de Letrán y el obispo Fulco y Domingo se dirigieron a Roma; hablarían con Inocencio III para pedirle que confirmase lo ya hecho por el obispo Fulco y ampliase las competencias del grupo fundado por Domingo, que quiere ser y llamarse Orden de Predicadores. La predicación era precisamente por entonces uno de los problemas más acuciantes para el Papa y para la Iglesia, como recordará el canon 10 del mismo concilio. Lo aprobado por Fulco fue ratificado por Inocencio y mandó a Domingo que eligiera una Regla de vida ya aprobada y que después de un tiempo prudencial volviera a verle.

Regresado a Francia y apoyado siempre por Fulco, Domingo establece comunidades de predicadores en Toulouse (iglesia de San Román), Pamiers y en Puylaurens, comenzando así la red de casas de la santa predicación, que pronto se extendería por toda la región de Albí. La Regla de vida que adoptaron fue la de san Agustín, añadiendo una serie de prescripciones o de régimen de vida que regulara la vida cotidiana de la comunidad (liturgia, ayunos, vestido, alimentación); se estaban poniendo las bases de la legislación dominicana, de la Orden de Predicadores que estaba a punto de ser aprobada por el Papa.

Domingo regresa a Roma cuando Inocencio III acababa de morir el 16 de julio de 1216. Pero no hay por qué alarmarse; el nuevo papa Honorio III (1216-1227), aconsejado por el amigo de Domingo el cardenal Hugolino, -futuro Gregorio IX (1227-1241)- se mostró tanto o más favorable a la idea que su antecesor.

Fue, pues, este Papa quien el 22 de diciembre de 1216 y el 21 de enero de 1217 confirmó la Orden de Domingo dándole a él y a sus frailes el título de Predicadores. La bula del Papa, con su firma y la de dieciocho cardenales, fue llevada por Domingo a San Román de Toulouse, cuna de la Orden, en el invierno de 1217. Todos rebosaban de gozo. En el texto papal se recoge manifiesta y bellamente la idea y el ideal de Domingo. Se lee en la bula de aprobación:

“Aquél que insistentemente fecunda la Iglesia con nuevos hijos, queriendo asemejar los tiempos actuales a los primitivos y propagar la fe católica, os inspiró el piadoso propósito de abrazar la pobreza y profesar la vida regular para consagraros a la predicación de la palabra de Dios, evangelizando a través del mundo el nombre de nuestro Señor Jesucristo”. (Constitución fundamental, I, 1).

La Orden de Predicadores está fundada y aprobada; ahora hay que expandirla. Domingo se atreverá a dispersar ya a su minúsculo grupo de frailes. Y a los que asombrados y con cierto temor dudan de la oportunidad les dice con resolución: “No queráis contradecirme, yo sé bien lo que me hago”. El hecho se conoce en la Orden como “el Pentecostés dominicano”. A mediados de 1217, un puñado de frailes marcha a París, otro más pequeño a España, dos van a atender a las monjas de Prulla y otros dos o tres se quedan en Toulouse. Domingo, otra vez solo, ha tomado esta resolución porque sabe que el trigo sembrado fructifica, pero amontonado se corrompe.

Le quedan pocos años de vida y quiere ver a su Orden implantada cuanto antes en los centros más importantes de la cristiandad, allí donde se estudia (París, Bolonia, Oxford, Salamanca) y bulle la vida, en los burgos; quiere ver a sus frailes enseñando en las cátedras y predicando en las iglesias. “Ve y predica” es el santo y seña que resuena constantemente en el corazón y alma de Domingo. En 1218 parte para Roma y obtiene bulas papales que le irán abriendo a él y a sus frailes las puertas de las diócesis para poder predicar y fundar conventos. Asi en su paso por Francia, Italia y España, recluta vocaciones y funda muchos conventos y monasterios.

En marzo de 1219 está ya en Toulouse y antes de terminarse la primavera se encuentra en París. Rebosó de gozo al encontrar a treinta frailes jóvenes viviendo en el convento de Santiago bajo la paterna autoridad de fray Mateo de Francia, uno de los primeros compañeros del fundador.

Antes de abandonar la ciudad del Sena envía frailes a Orleans, Limoges y Poitiers y atrae a la Orden a Jordán de Sajonia, su primer biógrafo y sucesor al frente de la Orden. Su recibimiento en Bolonia, en agosto de 1219, fue de profunda veneración. La comunidad, regida por fray Reginaldo de Orleans es numerosa, viva, estudiosa, fraterna, viviendo alrededor de la iglesia de San Nicolás. Reginaldo, antiguo profesor en París, predicaba como un nuevo Elías y atraía a muchos estudiantes.

¿Qué más podía pedir Domingo? Rebosa de gozo pensando en las grandes empresas evangelizadoras que podrán realizar aquellos futuros atletas de la fe. Y así se fundan nuevos conventos en Hungría, Escandinavia, Alemania.

Permanece en Bolonia un tiempo, ultimando la formación espiritual de la comunidad y preparando los pasos sucesivos que había que dar, y después baja a Viterbo, donde se encontraba el Papa. Honorio III le encarga que organice la vida religiosa de ciertos grupos de monjas en Roma (de donde nacerá el monasterio de San Sixto, evocador de recuerdos del santo) y la organización de una campaña evangelizadora en Lombardía. El Papa dona a Domingo la magnífica basílica de Santa Sabina, actual curia general de la Orden y donde se conserva y venera la celda del santo fundador.

El día de Pentecostés de 1220, que ese año cayó a 17 de mayo, preside el primer Capítulo General de la Orden, en el convento de Bolonia. Acudieron frailes de España, Provenza, Francia, Lombardía, Hungría, Roma. Domingo quiere renunciar a dirigir la Orden, pero los frailes no lo permiten. Con los capitulares, Domingo –que reunidos son la máxima autoridad de la Orden– el fundador quiere regularizar lo ya hecho y fundamentar y legislar el futuro de la Orden de Predicadores: hacer unas Constituciones por las que los frailes y los conventos se rijan, unas leyes sencillas y animadas por una inspiración común y básica: el espíritu del Evangelio a imitación de los apóstoles.

Ésta era la norma fundamental, lo demás se iría adaptando según las circunstancias y las necesidades de la misión. El segundo y último Capítulo General al que asistió Domingo se celebró en 1221, también en Bolonia y por Pentecostés, y en él se completó la legislación anterior y se crearon varias Provincias de la Orden, entre otras la de España.

Domingo siente debilitado su cuerpo, al que ha sometido a disciplinas y rigores durísimos, y siente que se muere. Pero ha creado y cimentado sólidamente su obra. Deja a la Iglesia una familia religiosa apostólica e intelectual presente y activa en las ciudades más importantes de Europa y a punto de traspasar sus fronteras, dirigida por un Maestro general, cabeza de la Orden, y perfectamente articulada por una legislación flexible y dinámica. Domingo de Guzmán, cargado de méritos y de santidad, hacedor de milagros, varón evangélico, murió rodeado del cariño y de las lágrimas de sus hijos, en Bolonia, a 6 de agosto de 1221, fiesta de la Transfiguración del Señor.

Fue canonizado por Gregorio IX el 3 de julio de 1234 y sus restos descansan y se veneran en un magnífico sepulcro en la basílica dominicana de San Domenico, en Bolonia.

Quienes tuvieron la suerte de tratarlo y conocerle a fondo resumieron su vida de forma admirable y en pocas palabras; las mismas que desde hace siglos sus seguidores y seguidoras venimos repitiendo con devoción, agradecimiento y esperanza.

Oración (que Domingo compuso)
Señor, dignaos concederme una caridad verdadera,
un celo capaz de procurar la salvación de los demás,
a fin de que, consagrándome todo entero y
con todas mis fuerzas a la conversión de los pecadores,
llegue a ser verdaderamente un miembro de Aquel
que se ofreció enteramente a su Padre
para salvar a los hombres.
LOS MILAGROS DE DOMINGO DE GUZMÁN

Aparición de los Apóstoles San Pedro y San Pablo a Santo Domingo.

Etando Domingo en Roma, una de sus noches de vigilia, mientras oraba, los Santos Apóstoles Pedro y Pablo se le aparecieron y le entregaron un báculo y un libro con este mensaje: "Ve y predica, porque has sido llamado para este ministerio".


Esta visión le reafirmó en su vocación de continuar siendo un "Predicador itinerante", no solo en el sur de Francia sino también en todo el mundo por medio de su Orden.

(Ref.: Santo Domingo de Guzmán -por el Beato Jordán de Sajonia- Fr. Luis G. Alonso Getino, OP. Tip. El Santísimo Rosario Vergara, 1916, p.146)

Encuentro de Santo Domingo y San Francisco.

«Una noche, estando Domingo en oración, según su costumbre, vió a Jesucristo irritado contra el mundo y a su Madre que le presentaba dos hombres para aplacarle (parte superior izquierda del cuadro). Se reconoció Domingo en uno de ellos, pero no sabía quién era el otro; y mirándole atentamente, su imagen se le quedó muy impresa en la memoria. Al día siguiente en una iglesia, no se sabe en cuál, vió bajo un sayal de mendigo la figura que la noche anterior se le había aparecido; y llegándose a aquel pobre, lo estrechó entre sus brazos con una santa efusión, diciéndole con balbuciente voz: «Sois mi compañero; caminad conmigo; no nos separaremos, y nadie podrá prevalecer contra nosotros». Y le refirió enseguida la visión que había tenido; y sus corazones se confundieron en aquel abrazo y en aquellas protestas.


»De generación en generación el beso de Domingo y de Francisco se ha transmitido a los labios de su posteridad: una amistad juvenil une hoy todavía a los Hermanos Predicadores con los Hermanos Menores. Se han hallado en todos los puntos del globo desempeñando cargos semejantes: han edificado sus conventos en los mismos sitios; han mendigado en las mismas puertas; mil veces se ha mezclado su sangre derramada por Jesucristo en el mismo sacrificio y en la misma gloria: han cubierto con sus divisas los hombros de los príncipes y de las princesas: han poblado a porfía el cielo con sus santos: sus virtudes, su poderío, su fama, sus necesidades siempre y donde quiera han estado en contacto, y jamás el menor aliento de envidia ha empañado el limpio cristal de su amistad».

(Ref.: Santo Domingo de Guzmán -por el Beato Jordán de Sajonia- Fr. Luis G. Alonso Getino, OP. Tip. El Santísimo Rosario. Vergara, 1916, p135)

El sueño de Inocencio III.

En octubre de 1215, el Papa Inocencio III tuvo un sueño profético, donde veía a Santo Domingo sostener la iglesia de Letrán. Este sueño, según Constantino de Orvieto, aseguró más tarde la aprobación de la Orden de Santo Domingo, y ha inspirado numerosas obras de arte, y que la tradición franciscana hace extensivo también a San Francisco de Asís.


El Papa Inocencio tuvo el mérito de comprender a estos santos, de protegerlos, de consagrar su ideal y sus obras nacientes.

(Ref. "Santo Domingo de Guzmán", Hipólito Sancho, Tipografía del Rosario, Almagro, 1922, pág.18)

Santo Domingo vende todos sus libros para darle el dinero a los pobres.

"¿Cómo podré yo seguir estudiando en pieles muertas (pergaminos), cuando hermanos míos en pieles vivas se mueren de hambre?". Siendo estudiante en Palencia, hubo gran hambre en casi toda España. Conmovido a causa de ello por la necesidad de los pobres y abrasado de afecto compasivo, se resolvió a seguir los consejos divinos, aliviando, en la medida de sus fuerzas, la miseria de los que estaban en peligro de perecer. Vendiendo los libros, aun los más necesarios, con todo su ajuar estudiantil, reunió una considerable suma, que repartió entre los pobres. Este ejemplo movió los corazones de sus condiscípulos y maestros a hacer lo mismo.

(Ref. "Santo Domingo de Guzmán", de Fr. Miguel Gelabert, Fr. José María Milagro y Fr. José María Garganta - Biblioteca Autores Cristianos, Madrid, 1947, pág. 167s)

Santo Domingo haciendo penitencia.

En el siglo XIII Segovia era una ciudad pequeña colgada en la cumbre de una colina de escarpadas pendientes y cuestas rocosas, en las que naturalmente habían cuevas. Santo Domingo pronto advirtió en las cavidades de la roca una caverna muy a propósito para los ejercicios ascéticos.


Aquí venía escondido a refugiarse para tomar disciplinas hasta derramar sangre, y ocultar de las miradas indiscretas su oración y su éxtasis. Pero esto no lo logró, porque algunos pastores lo vieron y pronto se expandió por la ciudad y la región, a veces exageradamente, la fama de sus maceraciones y de sus éxtasis. Esta reputación de austeridad mas sus milagros y la elocuencia del santo, excitaron la religiosidad del pueblo.

(Ref. "Vida de Santo Domingo de Guzmán", R.P.Jacinto Petitot, OP. Versión castellana de R.P. Veremundo Peñas, OSB, Ed. El Santísimo Rosario, Vergara, 1931)

El 22 de Diciembre de 1216 recibe del Papa Honorio III la Bula “Religiosam Vitam” por la que confirma la Orden de los Predicadores o Dominicos.

En el entretanto, el papa Inocencio acabó sus días, y le sucedió Honorio, a quien visitó en seguida fray Domingo, obteniendo de él la Confirmación de la Orden, con todas las cosas que pretendía, plena y absolutamente, según se había proyectado y organizado de antemano.


Dos Bulas de Confirmación expidió el Pontífice en el mismo día, que fué el 22 de Diciembre de 1216: la primera, extensa y en la que se enumeran los templos y los privilegios concedidos, y la segunda más breve y compendiosa, cuyo texto, fielmente traducido, es como sigue:

«Honorio, Obispo, siervo de los siervos de Dios. Al amado hijo Domingo, Prior de San Román de Tolosa, y a todos los Hermanos que han hecho o harán profesión de la vida regular, salud y bendición apostólica. Nosotros, considerando que los Hermanos de vuestra Orden serán los campeones de la fe y unas verdaderas lumbreras del mundo, confirmamos vuestra Orden con todas sus tierras y posesiones que posee actualmente o poseyere en lo futuro y tomamos bajo nuestro gobierno y protección a la Orden misma con todos sus bienes y todos sus derechos».

Un mes más tarde expidió una carta el Pontífice llena de elogios, como los de invencibles atletas de Cristo, Evangelistas, Predicadores. Este último título, que ya les había dado Inocencio III, ha sido el dictado glorioso con que se conoce en la historia a los hijos de Santo Domingo.

(Ref.: Santo Domingo de Guzmán -por el Beato Jordán de Sajonia- Fr. Luis G. Alonso Getino, OP. Tip. El Santísimo Rosario. Vergara, 1916, p.144s)

Cena milagrosa de Santo Domingo.

Santo Domingo mandó a dos dominicos de San Sixto que fueran a pedir limosna a la ciudad. Después de mucho caminar y pedir, regresaban al convento con sólo un pan. Pero antes de llegar, un hombre les pidió limosna, y los dos religiosos después de conversar sobre qué podían hacer con sólo un pan para toda la comunidad, resolvieron dárselo.


Al llegar al convento le contaron a Santo Domingo lo sucedido, el que les dijo: El ángel de Dios fue, y Él se encargará de alimentar a sus siervos. Y fueron a orar. Luego Santo Domingo mandó a poner la mesa y entraron los religiosos en el refectorio. Se puso a orar sobre la mesa y súbitamente aparecieron en medio del comedor dos ángeles cargados de panes, y comenzando por los religiosos menores, uno por el lado derecho y otro por el izquierdo, fueron dando a cada religioso un pan. Cuando llegaron al lado de Santo Domingo, que presidía la mesa, le hicieron una inclinación de cabeza y desaparecieron.

Entonces les dijo: "Comed, hermanos, el pan que nos envió el Señor." Luego, dirigiéndose a los hermanos servidores, les mandó que sirvieran el vino. - No tenemos, contestaron ellos. Id al pozal y servid el vino que el Señor puso ahí, les dijo. - Fueron al pozal y lo encontraron lleno de vino; sacaron y sirvieron a los religiosos, mientras Santo Domingo les decía: "Bebed, hermanos, del vino que Dios nos proveyó"

(Leyenda de la Beata Cecilia. Versión castellana de fines del siglo XIII)

Los ángeles sirviendo el pan.

La Orden Dominicana ha incorporado desde antiguo los detalles de esta comida milagrosa aplicándolos a su estilo de vida. Son muy habituales los refectorios con dos mesas pararelas separadas entre sí todo lo que el local permita. La parte trasera la conforma otra mesa con dos a cuatro o más asientos, donde se sienta el Prior. Los religiosos más antiguos se van sentando junto al Prior y luego los más nuevos, según lo hacen normalmente en el Coro. Es lo que se hace indefectiblemente en los comedores dominicos y recordando este hecho, se sirve primero a los religiosos menores de ambas mesas hasta llegar al Prior.

(Ref. del libro "Santo Domingo de Guzmán", Ramón Fernández y Álvarez, O.P., Ed. Desclée, de Brouwer, Buenos Aires, 1945, p. 278)

Curación milagrosa del Beato Reginaldo de Orleans.

Y mientras él perseveraba en la oración, la Santísima Virgen María, Madre de Dios y Señora del mundo, acompañada de dos hermosísimas doncellas, se apareció visiblemente al Maestro Reginaldo, que yacía vigilante y sofocado por el ardor vehemente de la fiebre; y el enfermo oyó que la Reina hablaba dulcemente y le decía: «Pídeme lo que quieras y te lo daré.» Y quedándose pensativo para deliberar, una de aquellas doncellas que acompañaban a la Reina del cielo le insinuó que se encomendase a su voluntad y que no pidiera otra casa que la que se dignara otorgarle la Reina de misericordia. Y cumpliendo, por consiguiente, el saludable consejo, omitió la respuesta y lo dejó todo a elección de la bienaventurada Madre de Dios, para que según su beneplácito le concediese lo que quisiera. Entonces ella, extendiendo su virginal mano, untó con el ungüento que traía consigo los ojos, los oídos, las narices, la boca y las manos, los pies y los riñones del enfermo, subrayando cada unción con las propias palabras de las fórmulas. Cuyas palabras puedes conjeturar más o menos por aquellas que profirió al ungir los riñones y los pies. En la unción de los riñones dijo : «Queden ceñidos tus riñones con el cíngulo de la castidad», y en la de los pies pronunció aquella fórmula: «Unjo tus pies para habilitarte a la predicación del Evangelio de la paz», y añadió : «De aquí a tres días te enviaré la redoma para el pleno restablecimiento de tu salud.» Entonces le mostró el hábito de la Orden de Predicadores y le dijo: «Mira, éste es el hábito de tu Orden»; y así se ocultó felizmente a los ojos del enfermo aquella figura corporal de su visión. Y curado de este modo por la Reina del cielo, Reginaldo convaleció al punto, quedando confortadas principalmente aquellas partes que había ungido la Madre de aquel que sabe elaborar ungüentos de salud.

A la mañana siguiente vino el bienaventurado Domingo, y como le preguntase confidencialmente qué tal se encontraba, contestó aquél: «Ya estoy sano.» Y entendiendo el bienaventurado Domingo que se refería a la salud espiritual, respondió: «Ya sé que estáis sano verdaderamente.» Y aquél insistía replicando que se encontraba curado. Y como el bienaventurado Domingo no cayese en la cuenta de que lo decía por la salud corporal, le contó detalladamente el Maestro Reginaldo la visión. Dieron, pues, gracias y no ciertamente con poca devoción, según pienso al Salvador, que sana a los que lastima y proporciona la saludable medicina a los que hiere. Y los médicos quedaron admirados ante tan súbita como inesperada curación, ignorando con qué aplicación de la medicina se había restablecido el que según su pronóstico había sido desahuciado de la vida. Y al tercer día, hallándose sentado el bienaventurado Domingo con el Maestro Reginaldo, acompañados por un religioso de la Orden de los Hospitalarios, vió éste claramente acercarse la Santísima Virgen y ungir con su mano todo el cuerpo del Maestro Reginaldo. Y aquella celeste untura de tal manera fortaleció la carne del santo varón Maestro Reginaldo, que no sólo extinguió la lumbre de la fiebre, sino que templó también el ardor de la concupiscencia, de tal manera que, como él mismo confesó después, en adelante no se encrespó en él ningún movimiento de sensualidad. Y después de su muerte, el bienaventurado Domingo refirió a los frailes esta visión. Pues el mismo fray Reginaldo le había conjurado a que, mientras él viviese, no relatara a nadie el suceso, sino que lo guardara como secreto de confesión. Y después de alcanzada la salud por mediación divina, se consagró enteramente a Dios y se ligó con el vínculo de la profesión al bienaventurado Domingo.

(Ref.: Santo Domingo de Guzmán -Leyenda de Santo Domingo de Pedro Ferrando- Fr. Gelabert, Fr. Milagro, Fr. Garganta, OP. Ed. BAC, Madrid, 1947, p.357-359)

La Virgen María entrega el hábito a Santo Domingo.

Fue durante la enfermedad del hermano Reginaldo que el hábito canonical sufrió una alteración que lo transformó en hábito exclusivamente dominicano. Esta transformación no se debió a Santo Domingo ni tampoco al Beato Reginaldo, sino a la Santísima Virgen que quiso honrar a sus hijos con una prueba ostensible de su favor. El Beato Jordán de Sajonia, muy brevemente nos dice: "También le presentó el hábito completo de la Orden". Desde ese momento hasta el hábito alentaría la gran renovación monástica emprendida por el fundador de la Orden de Predicadores.

(Ref.: Santo Domingo de Guzmán Ed. Desclée de Brouwer, Buenos Aires, 1945, p.218)

Santo Domingo y el milagro del libro en Fanjeaux.

En Pamiers, Lavaur, Monreal, y Fanjeaux se tenían con frecuencia discusiones presididas por jueces, a las cuales asistían caballeros, soldados, mujeres y el pueblo, todos los que tuvieran interés de presenciar las controversias sobre la fe. Los debates tenían la fuerza del razonamiento científico y el vigor del apasionamiento personal. Los integrantes del tribunal debían dar una resolución final, y más que competencia científica, tenían probidad (honestidad). De estas discusiones nacerían posteriormente las "Cuestiones Disputadas", como las llamó Santo Tomás de Aquino. Aquí el pueblo tenía un papel importante, ya que el espectador azuzaba, pifiaba, empujaba, y aún sin enterder nada de la discusión, se ponía departe de un contendor u otro.

Cuando Santo Domingo llegó a Fanjeaux conocía ya por experiencia lo que era esta clase de torneos. Y se preparó para sostener uno. Los católicos prepararon su defensa de la fe y se prefirió la que preparó Santo Domingo. También lo hicieron los del bando contrario.

Eligieron las partes los tres árbitros que darían su fallo sobre la disputa, a ver cuál de las partes tenía mejores argumentos y por consiguiente, cuál era la verdadera fe. Pero a veces la indecisión de los árbitros daba lugar a los llamados "juicios de Dios", que consistía en buscar una prueba sobrenatural a la verdad que se defendía. (Esta práctica, tolerada por la Iglesia al principio, se abolió más tarde porque llegó a ser abusiva e inmoral).

Y comenzó la disputa. Ambas partes mantuvieron con igual fuerza sus puntos de vista, no dando los resultados que se esperaban; tampoco se llegaba a una avenencia (convenio, conformidad). Como todo continuaba sin acuerdo, los jueces resolvieron recurrir al juicio de Dios. Tomaron la decisión de echar al fuego los manuscritos de ambos y si alguno no se quemaba, ése contendría la verdadera doctrina.

De acuerdo las partes, encendieron una hoguera, y a la hora señalada, los jueces arrojaron los escritos a las llamas. El manuscrito de los herejes desapareció en seguida hecho cenizas; el de Domingo fue expelido intacto a cierta distancia. El pueblo protestó, dudando de la imparcialidad de los jueces; echaron nuevamente el manuscrito de Domingo a la hoguera para asegurarse, y nuevamente el manuscrito salió expelido. Siguieron reclamando, y por tercera vez se repitió la escena, saliendo el manuscrito intacto. (Del Beato Jordán de Sajonia - Libelus Jordani de Saxonia, 24)


Y los cronistas cuentan que este milagro se repitió en la ciudad de Monreal, según narra el Conde de Montfort (Legenda Constatini Urbevetani, 15)

(Ref. del libro "Santo Domingo de Guzmán", Ramón Fernández y Álvarez, O.P., Ed. Desclée, de Brouwer, Bs As, 1945, p. 94-98)

Santo Domingo y el milagro del libro en Monreal.

En Monreal, Santo Domingo escribió aquellas razones que había alegado (en Fanjeaux) y entregó el escrito a cierto hereje para que estudiara los argumentos. Aquella noche se reunían los herejes en una casa, y estando sentados al fuego, se presentó el hereje y le dijeron sus compañeros: arroja ese escrito al fuego, y si se quema, la verdadera fe es la nuestra y si no se quema, la de ellos. Así lo hicieron y después de permanecer un tiempo en el fuego saltó ileso.


El asombro fue grande, pero uno de ellos lo volvió a tirar al fuego, y nuevamente saltó ileso; insiste por tercera vez y nuevamente se repite la escena, saliendo el escrito ileso. Y el narrador termina diciendo: A pesar de esto, los herejes no se convirtieron, sino que se aferraron más a sus convicciones y juraron no contar este milagro. Pero cierto militar que estaba con ellos no quiso ocultarlo y lo contó a muchos. (Leyenda Constantini Urbevetani, 15)

(Ref. del libro "Santo Domingo de Guzmán", Ramón Fernández y Álvarez, O.P., Ed. Desclée, de Brouwer, Bs As, 1945, p. 99)

Santo Domingo resucita al joven Napoleón Orsini.

En el viejo Monasterio de San Sixto, en Roma, estaba Santo Domingo con las religiosas y tres cardenales. Entra un hombre corriendo y les avisa que el sobrino del cardenal Esteban de Fosanova, el joven Napoleón Orsini, se ha caído del caballo y se ha matado. Domingo corre a toda prisa hacia donde está el difunto y ordena que lo transporten a una habitación. Celebran con gran devoción la misa y todos ven a Santo Domingo levitar en la consagración. Esto impresionó hondamente al Padre fray Tancredo, que una vez terminada la Misa comenzó a insinuarle a Santo Domingo que pidiera a Dios un milagro. Este comenzó a suplicarle que rogase al Señor por la salud del adolescente, diciéndole: "Padre, dónde está ahora tu piedad, dónde la fe que tenéis en el Señor, porqué no clamas al Señor?".


Mientras tanto rodeaban al difunto los tres cardenales, las monjas de San Sixto y el Santo con sus compañeros. Movido por su caridad, comenzó a poner orden en los miembros dislocados y rotos del joven. Hizo la señal de la cruz sobre el cadáver, y poniéndose a la cabecera del difunto, levantó las manos al cielo y gritó con fuerte voz: "Joven Napoleón; yo te digo: en nombre de nuestro Señor Jesucristo, levántate". Y el joven Napoleón se levantó, y dirigiéndose al Santo, le pidió de comer. Era el mes de Marzo, y estuvo muerto desde la mañana hasta la hora de Nona.Presente estaba también la Beata Cecilia, quien narró este milagro.


(Ref. "Santo Domingo de Guzmán", Ramón Fernández y Álvarez, O.P., Ed Desclée de Brower, Bs As, 1945, pp.289-290)

Santo Domingo resucita un niño.

Una viuda, devota mujer, oía con fervor los sermones de Santo Domingo en San Sixto. Al volver un día a su casa después de haber escuchado al Santo, se encontró con la dolorosa sorpresa que su hijito había muerto. Con confianza absoluta en Dios, reprime su llanto, toma a su hijo muerto y junto a sus sirvientes parte de inmediato hacia San Sixto. Tantas veces había escuchado hablar al Patriarca sobre la fe que no dudó ni un momento que su palabra se cumpliría. Apenas lo ve, corre hacia él y pone el cadáver de su hijo a los pies del confiado predicador. El Santo intuye la tragedia de aquella madre y siente consternarse su espíritu ante la fe y la desgracia presentes. Ora unos momentos y se lo devuelve vivo a la confiada madre.


(Ref. "Santo Domingo de Guzmán", Ramón Fernández y Álvarez, Ed. Desclée de Brouwer, Buenos Aires, 1945, pp. 229-230)

Santo Domingo salva a los peregrinos náufragos en el río Tolosa (Garona)

Pasaron por aquellas tierras de Tolosa unos peregrinos ingleses que iban a visitar el sepulcro del apóstol Santiago, para lo cual se embarcaron en una navecilla para pasar el río. Y como eran muchos (cincuenta), cedió la barca y naufragaron todos, hundiéndose en el agua, de tal manera que no se les veía ni la cabeza.


A los gritos de los que perecían y al clamor que se levantó de los que estaban en la orilla, acudió el bienaventurado Domingo, que estaba rezando en una iglesia próxima al río, y viendo lo sucedido, se postró con todo el cuerpo en tierra, y poniendo los brazos en cruz, lloró amargamente, suplicando al Señor que librase de la muerte a sus peregrinos; y levantándose al poco tiempo, puesta la confianza en Dios, mandó en nombre de Cristo que salieran a la orilla exclamando: "Os mando a todos en el nombre de Jesucristo, que vengáis a la orilla". ¡Admirable poder de la oración! Los náufragos se levantaron del fondo de las aguas. Al punto, a la vista de muchos que asistían a tan triste espectáculo, aparecieron flotando sobre las ondas del agua; y, corriendo los ciudadanos que por allí estaban, les alargaron picas y lanzas y a todos los sacaron a tierra.


(Ref.: Santo Domingo de Guzmán, Ed BAC, Madrid, 1947, pp.563s, Capítulo "Vida de los Frailes Predicadores" de Gerardo Frachet, Limoges, c1255)

Visión de Santo Domingo del Manto de la Virgen.

Una noche Domingo estaba rezando solo en la capilla de su convento. Vio el cielo abrirse con Cristo en el centro y la Virgen a su lado. Mientras observaba, empezó a llorar amargamente. El Señor le preguntó porqué lo hacía. Y dijo Santo Domingo: "Estoy llorando porque veo aquí miembros de todas las órdenes religiosas, pero de la mía, no".

Jesús le preguntó si le gustaría ver a los de su propia Orden y Domingo replicó que lo deseaba ardientemente. El Señor puso su mano cariñosamente sobre el hombro de la Virgen y le dijo: "He entregado tu Orden al cuidado de mi Madre". Entonces la Virgen abrió las alas de su manto y Domingo vio lo que parecía todo el paraíso, tan enorme, y bajo su manto, una muchedumbre de sus hermanos.

La visión terminó, pero Domingo se quedó en una oración grata y alegre. Cuando llegó el alba, Domingo tocó la campana y reunió a sus hermanos en la capilla y les contó la visión, animándolos a amar a la Virgen María y a ponerse bajo su cuidado materno.


(Ref. "Leyenda de Santo Domingo" de la Beata Cecilia Cesarine)

Santo Domingo y el demonio en forma de simio.

Los hermanos ya estaban viviendo en San Sixto; Mientras Santo Domingo pasaba gran parte de la noche en oración, cerca de la medianoche, salió de la iglesia y junto al dormitorio se sentó a escribir a la luz de una candela, y se le apareció un demonio en la forma de un simio, que comenzó a andar ante él de acá para allá, haciendo unos gestos de escarnio torciendo la cara. Entonces Santo Domingo le hizo un gesto con la mano para que se calmara y tomó la candela y se la dio para que la tuviera delante de él. El simio tomó la candela y la mantenía delante de él y seguía haciendo los gestos de burla. Estando así, se acabo la candela y se incendió el dedo del simio, el que comenzó a retorcerse de dolor y a llorar del dolor (como si aquel que está en el fuego infernal temiese el fuego corporal). Santo Domingo hizo la señal para que se estuviese quieto, firme y lo siguiera iluminando. Tanto estuvo así que todo el dedo pulgar se le quemó hasta la juntura de la mano. El simio comenzó a quejarse y retorcerse mucho más. Entonces Santo Domingo tomó la tablilla que traía, lo hirió fuerte y dijo: "anda, vete, demonio"; y sonó la herida como si fuera un odre lleno de viento. El simio se lanzó a una pared cercana y nunca más apareció; al irse el simio quedó un olor fétido, que demostraba qué tipo de simio era (un demonio). Este hecho lo narró Santo Domingo a la hermana Cecilia y a los demás hermanos que con él estaban.

(Ref.: Leyendas Castellanas del siglo XIII sobre Santo Domingo. P.Fr. Luis G. Alonso Getino, OP. Tip. de El Santísimo Rosario, Vergara, 1925, p.156)

Aparición de la Virgen María en en Convento de Santo Domingo de Soriano, el 15 de septiembre de 1530.

Fue Fray Lorenzo da Grotteria, sacristán, a encender las velas para maitines y al volver vio a tres señoras de sublime aspecto... Una le llamó y le preguntó por el titular de aquella iglesia y qué imágenes tenía. Y como él contestase que el titular era Santo Domingo y que no había más imagen que una, toscamente pintada en la pared sobre el altar, la Señora, sacando un gran rollo de tela, se lo entregó diciendo: “Lleva esta imagen al superior y que la ponga en vez de la otra”. Encontrándose el sacristán con los frailes que venían a maitines, les contó lo ocurrido pero no le creyeron hasta que, desenvolviendo el lienzo, vieron la efigie y conocieron su origen sobrenatural. Fueron en busca de las aparecidas sin que ninguno diera con ellas y entonces comprendieron el misterio...


A mayor abundamiento, la noche siguiente, orando un fraile se le apareció Santa Catalina virgen y mártir, de quien era muy devoto y le reveló, que la donante había sido la Santísima Virgen acompañada de Santa María Magdalena y de ella misma, pues ambas eran protectoras de la Orden y debían intervenir en cuantos favores el cielo le dispensaba.


(Cf. Raimundo Castaño OP, “Santo Domingo de Guzmán”, Ed. Juan Gili, Barcelona, 1909, pág 220ss)

El demonio se aparece en forma de gato a Santo Domingo.

En cierta ocasión en que Santo Domingo predicaba en el pueblo de Fanjeaux, demostrando la veracidad de la fe católica, se quedó después del sermón a rezar en la iglesia. Y he aquí que penetraron en la iglesia nueve señoras nobles del mismo pueblo y se postraron a sus pies, diciendo: "Siervo de Dios, ayúdanos. Si son verdaderas las cosas que hoy has predicado, ya hace tiempo que nuestras mentes están cegadas por el espíritu del error. Pues estos que tú llamas herejes, nosotras los tenemos como hombres buenos, y hasta el día de hoy les hemos creído y a ellos nos hemos adherido de todo corazón. Mas ahora nos encontramos en la perplejidad. Siervo de Dios, socórrenos y ruega al Señor tu Dios, que nos haga conocer su fe, con la cual hemos de vivir, morir y salvarnos.

Entonces el hombre de Dios les dijo: "Permaneced firmes y esperad con ánimo; confío en el Señor mi Dios, que puesto que no quiere la perdición de nadie, se encargará de manifestaros a qué Señor habéis servido hasta ahora." Y al punto vieron salir en medio de ellas un gato horrible, del volumen de un perro grande, de ojos abultados y llameantes, del que manaba un hedor insoportable. Y, después de rondar durante una hora en torno a aquellas señoras, se fue a la cuerda de donde pendía la campana y, subiéndose por ella, huyó por el agujero del campanario, dejando en pos de sí un rastro fétido.

Y dirigiéndose Domingo a aquellas señoras, les dijo: "Por esto que figurativamente ha pasado ante nuestros ojos, podéis deducir cómo es aquel a quien por seguir a los herejes habéis servido hasta hoy”.

Y dando gracias a Dios, desde aquella hora se convirtieron perfectamente a la fe católica y algunas de ellas se incorporaron a las monjas de Prulla, vistiendo su hábito.

(Cf. Santo Domingo de Guzmán. Fr. Miguel Gelabert, Fr. José María Milagro, Fr. José María Garganta. Biblioteca Autores Cristianos Madrid, 1947, pp.422-423)

Visión del Beato Guala Romanoni de Bérgamo

Dice el Beato Jordán de Sajonia: "El mismo día y a la misma hora de su muerte, el padre Guala (se refiere al Beato Guala Romanoni de Bérgamo), prior de Brescia, más tarde obispo de la misma ciudad, vio que los cielos se abrían y de ellos descendían dos escalas blancas sostenidas en la altura una por Cristo y otra por la Santísima Virgen. Por ambas subían y bajaban ángeles. En esto observó que entre las dos escalas, en la parte más baja, fue colocada una silla y en ella se sentó un Hermano de la Orden que tenía la cara cubierta con la capilla como se acostumbra a hacer con nuestros muertos."

"Cristo y la Virgen iban subiendo poco a poco las escalas hasta que llegó arriba el que había sido colocado en la parte baja de ellas. Cuando entre inmenso resplandor y canto de ángeles fue recibido en el cielo, se cerró aquella brillante abertura sin que apareciera más". "Visto esto, el padre Guala, aunque débil y enfermo, tomando algunas fuerzas fue en seguida a Bolonia donde supo que el mismo día y a la misma hora que tuvo la visión había fallecido el siervo del Señor. Esto se lo oí yo mismo referir" (LIBELLUS JORDANI DE SAXONIA, 95).

(Ref. del libro "Santo Domingo de Guzmán", Ramón Fernández y Álvarez, O.P., Ed. Desclée, de Brouwer, Buenos Aires, 1945, p. 324

Mensaje del Maestro de la Orden para el Jubileo