Luz en la noche, de Emilianos de Simonos Petras.
 

En el monasterio donde todos han venido libremente para ofrecerse en “holocausto espiritual”, el otro no es mi enemigo, “mi infierno”, sino que la luz de Cristo me lo vuelve “prójimo”, hermano e hijo del mismo Padre divino, miembros entre los otros miembros del cuerpo de Cristo (1 Cor 12, 27). No hay lugar para ningún antagonismo, pues no hay nada que sea mío o tuyo, sino que todo es común. Incluso el progreso espiritual y los carismas diversos de uno se convierten en común honor del cuerpo y consuelo de los miembros más débiles y probados.

“Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo”. (1 Cor 12, 26)

Enseñanza admirable que Macario el Grande aplica a la comunidad monástica:

“Ésta es, en verdad, la vida angélica sobre la tierra, cuando vivimos juntos sin envidia, con simplicidad, amor, paz, alegría, complementariedad, considerando el progreso del prójimo como nuestro propio beneficio, y su retroceso o tribulación como nuestra propia pérdida. El excedente de los que perseveran en la oración viene a colmar las carencias de los que están en servicio o en reposo, e inversamente el excedente de los que sirven y trabajan completa a los que ocupan su tiempo orando”. (Macario el Egipcio: Grandes cartas, 30 y 29)

Vueltos “concorporeos” (sissomoi, Ef 3, 6) con Cristo gracias a la comunión en su Cuerpo, los monjes están además unidos en una sola alma (“unánimes” simpsicoi, Fil 2, 2). Como la Iglesia de los tiempos apostólicos, cuando “la multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo lo tenían en común”. (Hech 4, 32)

La alegría, la paz, la concordia, la unión de los espíritus y todos los demás dones del Espíritu Santo fructifican en el interior de la iluminación de su energía deificante. Vivir con los hermanos en la misma morada “en unidad” (épi to autó), es para el monje una suave luz: “Como rocío del Hermón que baja por las alturas de Sión; allí el Señor ofrece bendición y vida para siempre” (Sal 132, 3). Luz es también la disciplina y el orden jerárquico, gracias a los cuales son abolidas la confusión y la división del mundo de la vanidad. Todo se hace “decorosamente y con orden” (1 Cor 14, 40). Toda nuestra actividad, como los rayos respecto al sol, dependen y conducen al higúmeno, que ocupa el puesto de Cristo: es un icono viviente del Señor. Por esto mismo la obediencia al superior, que da al hombre mundano la impresión de privación de la propia independencia y de explotación, se convierte en el medio principal de la liberación de la muerte que trae consigo el egoísmo. La obediencia es imitación de la kenosis de Cristo (cf. Fil 2, 6), comunión con la voluntad de Dios y potencia divina que opera mi resurrección personal. Hace de mí un hijo del Altísimo, pues el higúmeno no es para el monje un director, sino que no tiene otro objetivo que la salvación del alma de cuantos le están sometidos. Por esta razón es el padre. Como tal, por tanto, puedo sin temor postrarme ante él y besar su sitio cuando está ausente; se trata del lugar de Dios. La obediencia que es la luz del alma del monje, hace iluminarse de regocijo su rostro.

Luz es también el trabajo monástico, que no es una “esclavitud”, sino una “diaconía”, un servicio a la comunidad sin buscar provecho, sin coacción o apremio. Es un sacrificio agradable a Dios que es iluminado por la oración y colabora en la transfiguración del mundo y de las cosas. Se trata de una continuación de la divina liturgia fuera del templo. Pues tanto la contemplación como el uso de la naturaleza sensible se vuelven luz, no por placer sino como respuesta a las necesidades de la comunidad, no para su consumación destructiva por la tecnología, sino para volverla desde ahora naturaleza partícipe de la gloria de los hijos de Dios, para que pueda cantar junto con ellos.

Luz es también el estudio de la sagrada Escritura y de las obras de los santos Padres, que no cultivan los monjes por vanagloria o para acumular conocimiento, sino para alimentarse de las palabras del Verbo de Dios, para beberlas, a fin de vivir y transmitir a sus hermanos la esperanza de la vida eterna (cf. Rm 15, 4).

Esta ciudad de Dios que es el monasterio irradia esplendor y se convierte en luz para los hombres, lámpara de la Iglesia, motor inmóvil y centro místico que la enlaza al cielo. Por la oración incesante de sus monjes irradia hasta las extremidades del mundo e ilumina a cada peregrino que es hospedado como un ángel de Dios (cf. Heb 13, 2), como un icono de Cristo (cf. Mt 25, 35).

Viviendo así en una fiesta permanente, el monasterio es la realización de la ciudad ideal soñada por los filósofos y poetas. Es un microcosmos y una microsociedad ya transfigurada, que ofrece a los hombres desde lo “alto de la montaña”, como sobre el Tabor, un anticipo del siglo futuro. Este icono de la nueva Jerusalén está adornado como la Esposa que está a la derecha de Dios “envuelta en vestido dorado, con adornos variados” (Sal 44, 9). Hacia ella se inclina Cristo exclamando: “Toda hermosa eres, amada mía, no hay tacha en ti” (Cant 4, 7). Allí se “inclina el cielo” (Sal 17, 10) y desciende, la visita, vive en medio de ella, mostrándose en su gloria no por un momento, sino que de manera permanente. Por esto ahora, “después de la Cruz”, los monjes pueden decir, como antaño los apóstoles: “es bueno estar aquí” (Mt 17, 4), sin temor a escuchar los reproches del Señor por sus sentimientos humanos (“sin saber lo que decía”, Lc 9, 3), pues viven sobre este Tabor como crucificados y muertos a todo lo que concierne al mundo.

Emilianos de Simonos Petras. Luz en la noche. Editorial Narcea. Pag. 34-39