Francisco de Asís y La Obediencia Franciscana.
 
Italia, siglo XIII. La historia de amistad de dos jóvenes que dedicaron sus vidas a Dios. San Francisco y Santa Clara de Asís. Hijos de la burguesía y la nobleza, respectivamente, renunciaron a sus vidas acomodadas por una vida de sacrificio, humildad y proselitismo. Una historia apasionante enmarcada en una época de conflictos, guerras e injusticias.
HISTORIA COMPLETA HASTA SU MUERTE

HERMANO SOL, HERMANA LUNA
Historia corta
Otra excelente versión sobre su vida y obra, se las recomiendo, lamentablemente no esta su vida completa pero es muy profunda.


Enseñanzas de San Francisco de Asis

"La tentación vencida es, en cierto modo, el anillo con el que el Señor desposa consigo el corazón de su servidor"

"Amad a vuestros enemigos y haced el bien a los que os odian, pues nuestro Señor Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir, llamó amigo al que lo entregaba y se ofreció espontáneamente a los que lo crucificaron"

"Si tú, siervo de Dios, estás preocupado por algo, inmediatamente debes recurrir a la oración y permanecer ante el Señor hasta que te devuelva la alegría de su Salvación"

"No peleen entre sí y con los demás, sino traten de responder humildemente diciendo, Soy un siervo inútil"

"No retengan nada de ustedes mismos a fin de que enteros los reciba el que se da por entero"

"Comencemos a servir, lo que hemos hecho hasta ahora es poco y nada"

"La ley de Cristo, que se cumple en el amor, nos obliga a procurar la salvación de las almas más que la del cuerpo"

"Todos los hermanos deben predicar a través de sus obras"

"Comienza haciendo lo que es necesario, después lo que es posible y de repente estarás haciendo lo imposible"

"YA NO NECESITO MÁS: CONOZCO A CRISTO POBRE Y CRUCIFICADO"

Cuando Bernardo di Quintevalle luego de las cruzadas retorna a su pueblo Assisi (Asís) como un héroe, se reúne con sus amigos pero al notar que falta el mas preciado de ellos, Francisco, extrañado les pregunta donde se encontraba ¿…? Estos le respondieron que había enloquecido, que se encontraba perdido en un gran delirio. Francisco ya no pertenecía mas al mundo de los "cuerdos" en su "locura" había renunciado a lo más preciado del mundo; toda su rica herencia y placeres, todo por un único y verdadero amor, Jesús de Nazaret. Francisco abrazando a las hermanas; Pobreza, Castidad y Obediencia se entrego completamente a llevar a la práctica el Santo Evangelio de nuestro Señor y a glorificar su Iglesia; Una, Santa, Católica y Apostólica. Bernardo, como buen amigo, al irlo a buscar para charlar y persuadirlo de que retomara su antigua vida, se conmovió tan profundamente de sus nuevos y santos ideales que sin vacilar se unió en su nueva empresa.

Y Francisco compuso esta hermosa enseñanza:

Si quieres cumplir un sueño,
constrúyelo firme y lento,
el inicio será pequeño,
el final te hará contento,
el trabajo con sentido,
cosecha incremento.
Si deseas vivir libre,
tomate todo tu tiempo,
ve despacio,
Has pocas cosas,
pero hazlas con talento,
las alegrías simples
constituyen los cimientos.
Día tras día,
piedra sobre piedra,
construye lento, tu secreto juramento,
Día tras día,
verás tu propio crecimiento,
la gloria del cielo
será tu acogimiento,
si quieres cumplir un sueño
constrúyelo firme y lento.
El cántico de las criaturas
de San Francisco de Asis


Señor, hazme un instrumento de Tu Paz.
de San Francisco de Asis


El sermón a los pájaros.
Y el Santo habló así a los pájaros:
"¡Carísimos hermanos pájaros! Mucho debéis vosotros a Dios, y es menester que siempre y en todas partes les alabéis y bendigáis: he aquí que os ha dado esas alas, con que medís y cruzáis en todas direcciones el espacio.

Él os ha adornado con ese manto de mil y mil colores lindos y delicados. Él cuida solícito de vuestro sustento, sin que vosotros tengáis que sembrar ni cosechar, y apaga vuestra sedcon las límpidas aguas de los arroyuelos del bosque, y puso en vuestras gargantas argentinas voces con que llenáis los aires de dulcísimas armonías.

Y para vosotros, para vuestro abrigo y recreo, levantó las colinas y los montes, y aventó y suspendió las abruptas rocas. Y para que tuvieseis donde fabricar vuestros nidos, creó y riega y mantiene la enmarañada floresta. Y para que no tengáis que afanaros en hilar ni en tejer, cuida de vuestro vestido y del de vuestros hijuelos.

¡Oh!, mucho os ama vuestro soberano Creador, cuando os colma de tantos beneficios. Guardaos, pues, oh mis amados hermanitos, de serle ingratos, y pagadle siempre el tributo de alabanzas que le debéis".

No bien calló cuando los pajarillos empezaron a abrir sus picos y, batiendo las alas, tendiendo el cuello, inclinando al suelo la cabeza y haciendo mil otros graciosos meneos, prorrumpieron en alegres trinos, con que demostraban entero asentimiento a las palabras del santo predicador.

Éste, por su parte, lleno de contento y gozo, no se hartaba de contemplar tanta multitud y variedad de pájaros, tan mansos y dóciles. Y alabó también él al Señor y les encargó a ellos que nunca se cansasen de alabarle.

Y habiendo terminado su predicación y exhortación, hizo sobre sus alados oyentes la señal de la cruz para bendecirlos, y ellos al punto se lanzaron a los aires exhalando cantos maravillosos, y pronto se separaron y dispersaron en todas direcciones.

En Jesús y María.
BENDITO SEA DIOS EN SUS ÁNGELES Y EN SUS SANTOS.
PAZ Y BIEN.



Ven Espíritu creador;
visita las almas de tus fieles.
Llena de la divina gracia los corazones
que Tú mismo has creado.

Tú eres nuestro consuelo,
don de Dios altísimo,
fuente viva, fuego, caridad
y espiritual unción.

Tú derramas sobre nosotros los siete dones;
Tú el dedo de la mano de Dios,
Tú el prometido del Padre,
pones en nuestros labios los tesoros de tu palabra.

Enciende con tu luz nuestros sentidos,
infunde tu amor en nuestros corazones
y con tu perpetuo auxilio,
fortalece nuestra frágil carne.

Aleja de nosotros al enemigo,
danos pronto tu paz,
siendo Tú mismo nuestro guía
evitaremos todo lo que es nocivo.

Por Ti conozcamos al Padre
y también al Hijo y que en Ti,
que eres el Espíritu de ambos,
creamos en todo tiempo.

Gloria a Dios Padre
y al Hijo que resucitó de entre los muertos,
y al Espíritu Consolador, por los siglos de los siglos.
Amén.
La Obediencia Franciscana
Índice
  • Introducción
  • Plantar coles con la raíz hacia afuera
  • Obedientes como Jesús
  • El Sí de María
  • Obediencia inteligente
  • Del cuerpo al Espíritu
  • Obediencia fraterna
  • Obedecer a toda criatura
  • Obedecer a los “superiores”
  • La obediencia del ministro
  • Obedecer a la Iglesia
  • Misión apostólica
  • La vida de obediencia
Algunas abreviaturas usadas en este libro
Adm Admoniciones
AlD Alabanzas al Dios Altísimo
AlHor Alabanzas que se han de decir en todas las horas
Cánt Cántico del Hermano Sol
2CtaF Segunda carta a todos los fieles
CtaL Carta al hermano León
CtaO Carta a toda la Orden
1R Primera Regla (Regla no bulada, 1221)
2R Segunda Regla (Regla Bulada, 1223)
Test Testamento de San Francisco
AP Anónimo de Perusa
1Cel Vida Primera de Tomás de Celano
2Cel Vida Segunda de Tomás de Celano
3Cel Tratado de los Milagros de Tomás de Celano
EP Espejo de Perfección
FvCl Forma de vida para Santa Clara
LM Leyenda Mayor (de San Buenaventura)
Lm Leyenda menor (de San Buenaventura)
LP Leyenda de Perusa
TC Leyenda de los Tres Compañeros
OfP Oficio de la Pasión del Señor
SalVM Saludo a la bienaventurada Virgen María
SalVir Saludo a las virtudes
UltVol Última voluntad a Santa Clara
1Cta Primera carta de Santa Clara a Inés de Praga
2Cta Segunda carta de Santa Clara a Inés de Praga
3Cta Tercera carta de Santa Clara a Inés de Praga
4Cta Cuarta carta de Santa Clara a Inés de Praga
Pro Proceso de canonización de Santa Clara
RSC Regla de Santa Clara
TestCl Testamento de Santa Clara

Nota: Para las citas de los escritos y biografías de Francisco y Clara, seguimos las respectivas ediciones de la B.A.C.: “San Francisco de Asís - Escritos, Biografías, Documentos de la época” y “Escritos de Santa Clara y Documentos Complementarios”.
Fuente: http://www.franciscanos.net/
Por: José Carlos Correa Pedroso

Escritos de San Francisco de Asís


Introducción: Una obediencia Franciscana

Nuestra palabra obedecer viene del latín ob + audire y literalmente significa prestar oídos a quien merece nuestra sujeción o dependencia. En general, entendemos por obediencia el acto de someterse a los jefes, de hacer lo que mandan aquellos que están por encima de nosotros.

Nadie vive sin obedecer; todos tenemos muchos jefes y muchas leyes a las cuales sujetarnos para asegurar nuestra supervivencia.

Sin embargo, solemos distinguir una obediencia religiosa: aquella que nos hace cumplir la voluntad de Dios. En teoría es fácil: Dios lo puede todo y en todo dependemos de él. En la práctica resulta bastante difícil saber exactamente lo que Dios quiere.

También es muy fácil decir que la voluntad de Dios se expresa a través de las personas e instituciones que lo representan; lo realmente difícil es abandonar nuestro parecer ante lo que -nos dicen- es voluntad de Dios.

Y aquí podemos presentar la primera originalidad de la obediencia franciscana: ella no se refiere a una relación entre las personas, sino a la relación de cada persona con Dios.

No se trata de cumplir órdenes, porque Dios no es un mandón arbitrario; él se reveló como nuestro Padre y nuestra Madre, entregándonos todo lo que él mismo es, entregándonos todo Bien. Para Francisco, obedecer es recibir y vivir todo bien que viene de Dios.

La obediencia de Francisco es más importante que su pobreza; podríamos decir que es la mejor expresión de su pobreza evangélica. Poco o nada tiene que ver con la obediencia de los cuarteles, la obediencia en el trabajo e, incluso, de otras propuestas religiosas.

La obediencia franciscana consistirá en descubrir, a cada momento, cómo se manifiesta el amor de Dios: en las instituciones y en los acontecimientos, en las personas de mayor jerarquía social y en las que están por debajo de nosotros, en los animales y las cosas y, principalmente, en nuestro corazón. Obedecer es estar abierto a oír el Espíritu del Señor para seguirlo con entusiasmo.

La propuesta evangélica y franciscana es ser obediente como Jesucristo, hacer la voluntad de Dios. Pero nadie es dueño de la voluntad de Dios; hay que buscarla a cada momento porque no cabe en ningún manual, o guía de comportamientos.

Otra originalidad de la obediencia franciscana es ser fraterna o “caritativa”. En el ambiente franciscano no existen superiores; todos son súbditos de Dios y unos de otros. Francisco adoptó la palabra “ministro”, que significa “aquel que sirve”, alguien que presta un servicio humilde. Ser ministro es un trabajo como cualquier otro; Francisco lo comparaba con el servicio de lavar los pies a quien llegaba de un viaje. Se lo podía sustituir con facilidad, algo inaudito en aquellos tiempos, tanto en el ambiente civil como religioso.

Podemos decir que, a partir de la Edad Media, los franciscanos fueron los primeros “demócratas”. Además, es fácil percibir que la propuesta de Tomás Moro en su Utopía fue tomada del ejemplo franciscano que, por entonces, ya tenía ¡casi trescientos años!

Pero, cuidado, que en la vida franciscana no siempre gana la mayoría. Todos escuchan a todos para conocer lo que Dios quiere y, en su disposición obediente, pueden descubrir que Dios está hablando a través de la minoría o de una sola persona, aún cuando sea la menos importante o -como decían Francisco y Clara- “la más humilde”.

Otra originalidad importante es que la obediencia franciscana, dirigida directamente a Dios, no se limita a la práctica concreta de descubrirlo en los ministros o en los hermanos, sino que se extiende a las otras personas, incluso a los animales y a las criaturas inanimadas: Dios puede manifestar su Amor en cualquier parte.

Es una obediencia evangélica. Más allá de Jesús, el modelo es María que da un Sí total al amor de Dios, no sin antes preguntar cómo se haría aquello.

Pero es evidente que en este libro hablamos de la obediencia franciscana ideal, aquella que podemos aprender en los escritos de Francisco y Clara de Asís, ampliamente atestiguada por las antiguas hagiografías. En la práctica, a través de los siglos, la mayoría de los franciscanos y franciscanas fue institucionalizando la obediencia al modo de los otros religiosos y de las instituciones civiles.

El concepto vivo de obediencia como respuesta al Dios-Amor, fue muchas veces substituido o eclipsado por otros, tales como disciplina, autoridad, orden, permiso... Todos conocemos la famosa “Observancia Regular” que consideraba buen religioso -incluso buen franciscano- al que observare los reglamentos con el mayor rigor posible. Ahora bien, el descubrimiento continuo del Amor de Dios pide contemplación, no reglas.

Este libro quiere ser un vigoroso llamado a recuperar nuestra obediencia original, mucho más viva e interesante, fundamental para vivir eso que llamamos espiritualidad francisclariana.

Repasemos algunos de los puntos fundamentales:
  • En el primer capítulo -“Plantar coles con la raíz hacia afuera”- veremos que se trata de una propuesta de cambio radical.
  • En el segundo capítulo, abordaremos directamente la razón principal de la obediencia franciscana: “Jesús es obediente”.
  • En el tercer capítulo -“El Sí de María”- recordaremos algunos requisitos fundamentales de nuestro sí.
  • En cuarto lugar abordaremos la “Obediencia inteligente”, que se opone a cualquier forma de ceguera.
  • En “Del cuerpo al Espíritu” veremos la importancia de vivir en plenitud el cuerpo humano que somos.
  • En “Obediencia fraterna” tendremos uno de los aspectos más interesantes y característicos: cómo obedecer a todos.
  • En “Obedecer a toda criatura” intentaremos aprender cómo, ni los animales ni las criaturas inanimadas, dejan de transmitirnos la bondad de Dios.
  • “Obedecer a los superiores” aclara la manera franciscana de someterse sin perder la libertad.
  • En “La obediencia del ministro” veremos cómo mandar es una de las más humildes formas de obedecer.
  • “Obedecer a la Iglesia” será, probablemente, una sorpresa en la manera franciscana de vivir esa realidad.
  • El capítulo “Misión apostólica” apunta hacia la obediencia que nos hace crecer como discípulos de Jesús.
  • Finalmente, sin agotar el tema, veremos qué significa llevar una vida de obediencia franciscana, aún sin cumplir órdenes.
1. Plantar coles con la raíz hacia afuera

1. Introducción
Quien visite el eremitorio de Monte Casale, famoso por el caso de los ladrones convertidos por Francisco, verá un cantero en el cual -según la tradición- el santo habría mandado a un novicio plantar coles con la raíz hacia afuera de la tierra.
Este ejemplo fue usado para inculcar la obediencia ciega: hacer lo que fue mandado sin pensar si es lógico o no. Tal obediencia, ciertamente, no sería franciscana, porque sabemos que Francisco enseñó a no obedecer aquello que estuviese en contra “de nuestra alma o de nuestra regla” (cfr. Adm 3). Pero el ejemplo es realmente significativo.

El santo quería decir que, cuando alguien opta por vivir el Evangelio, el mundo queda patas para arriba. Porque Jesús vino a traer la Buena Noticia, justamente, para quienes perciben el mundo de Dios al revés.

Tomás de Celano, el primer biógrafo de Francisco, insistía en presentarlo como un “hombre nuevo”, que Dios había enviado para anunciar un tiempo nuevo. Se es “hombre nuevo” o no se es nada. El común de la gente, y de cualquier edad, está formado por “hombres viejos” (según San Pablo); son los que plantan las coles “como se debe hacer”, como aprendió la humanidad hace muchos siglos. Los hombres nuevos, en cambio, descubren una nueva forma, a la manera de Jesucristo, que es la “medida del hombre perfecto”.

Obediente será aquel capaz de percibir que, delante de Dios, nuestro mundo está con las raíces hacia afuera. Nosotros debemos ponernos al revés, para encontrar la posición natural que Dios nos dio. Ser franciscano es ser capaz de dar este paso, de hacer este cambio.
2. Desde el pensar hacia el sentir
Una de las primeras cosas que aprendemos de Francisco y Clara de Asís es que, para ellos, la “religión” no era un sistema de ideas, sino un conjunto de sensaciones bien vividas.

Para comenzar quiero recordar dos ejemplos:

“Entonces, el bienaventurado Francisco se despoja de su túnica y manda al hermano Pedro que le conduzca así, desnudo, con la cuerda al cuello, delante del pueblo. A otro hermano le ordena que tome una escudilla llena de ceniza y que, subiendo al lugar desde donde había predicado, arroje y esparza la ceniza sobre su cabeza; pero este hermano, por piedad y compasión que se le despertó para con él, no le obedece. El hermano Pedro sí le conduce tal como le había ordenado, sollozando fuertemente, y con él los otros hermanos”. (LP 39)
“Estando en San Damián el Padre santo, e incitado con incesantes súplicas del vicario a que expusiera la palabra de Dios a las hijas, vencido al fin por la insistencia, accedió. Reunidas como de costumbre, las damas para escuchar la palabra de Dios y no menos para ver al Padre, comenzó éste a orar a Cristo con los ojos levantados al cielo, donde tenía puesto siempre el corazón. Ordena luego que le traigan ceniza; hace con ella en el suelo un círculo alrededor de sí y la sobrante se la pone en la cabeza. Al ver ellas al bienaventurado Padre que permanece callado dentro del círculo de ceniza, un estupor no leve sobresalta sus corazones. De pronto, se levanta el Santo y, atónitas ellas, recita el salmo Miserere mei, Deus por toda predicación. Terminado el salmo, sale afuera más que de prisa. Ante la eficacia de esta escenificación fue tanta la contrición que invadió a las siervas de Dios, que, llorando a mares, apenas si podían sujetar las manos que querían cargar sobre sí mismas la vindicta”. (2Cel 207)
Cuando Dios es más una experiencia que un concepto, la obediencia se vive de manera diferente. Nuestra cultura privilegia el pensamiento; educar y formar significa transmitir ideas. Desde pequeños fuimos ayudados -e inundados- por las ideas de los adultos de nuestro entorno; más tarde descubrimos que, en otros medios, las ideas eran diferentes y que las nuestras no tenían tanta importancia.

Sin duda, las ideas son una riqueza de la humanidad, pero no la única ni tampoco la primera. Desde antes de nuestro nacimiento hubo personas que se relacionaron con nosotros por medio de sensaciones.

Por eso creo que debemos comenzar a plantar las coles de otra forma.
3. La Verdad y el Bien
Los estudiosos de la Edad Media solían decir que el Bien y la Verdad eran una misma cosa; nosotros hacemos una distinción entre ellas sólo porque las percibimos de manera diferente. Pero, en el fondo, el Bien y la Verdad son Dios y hablan de las cosas de Dios, aún cuando sean pequeños y relativos.

También decían que “lo Bello es el esplendor de lo Bueno”, y pensaban que era lo mismo decir que lo Bello era el esplendor de la Verdad.

Entonces, cuando tenemos esa sensación estática ante algo muy bueno, muy verdadero, podemos decir que estamos ante Dios. En latín, esa arrebatadora experiencia de la belleza se llamaba “ luminosa”, es decir, que nos ponía en presencia de un “numen”, de algo divino.

Muchas veces la religiosidad actual de nuestro pueblo es acusada de “sentimentalismo”. El error y el peligro de esta situación es quedarse en una religiosidad superficial, sin raíces, capaz de cambiar o perderse con el viento. También es bueno señalar que quienes viven la otra exageración, la del “intelectualismo o racionalismo”, suelen atacar a quienes son diferentes tachándolos de sentimentales.

Por naturaleza todos tenemos la capacidad tanto de pensar como de sentir; por temperamento, algunos refuerzan el pensamiento y otros el sentimiento. Lo mejor es ser equilibrado y saber usar una u otra capacidad de acuerdo a las circunstancias.

Francisco y Clara tuvieron ideas claras y fuertes, sin embargo, se relacionaron con Dios principalmente a través del sentimiento. Por eso, con frecuencia llegaban a las lágrimas, como podemos leer en varios testimonios. San Buenaventura comenta:

“Pero como quiera que al hombre, rodeado de la debilidad de la carne, no le es posible seguir perfectamente al Cordero sin mancilla muerto en la cruz sin que al mismo tiempo contraiga alguna mancha, aseguraba como verdad indiscutible que cuantos se afanan por la vida de perfección deben todos los días purificarse en el baño de las lágrimas. El mismo Francisco -aunque había ya conseguido una admirable pureza de alma y de cuerpo- con todo, no cesaba de lavar constantemente con copiosas lágrimas los ojos interiores, no importándole mucho el menoscabo que a consecuencia de ello pudieran sufrir sus ojos corporales. Y como hubiese contraído, por el continuo llanto, una gravísima enfermedad de la vista, le advirtió el médico que se abstuviera de llorar, si no quería quedar completamente ciego; mas el santo le replicó: “Hermano médico, por mucho que amemos la vista, que nos es común con las moscas, no se ha de desechar en lo más mínimo la visita de la luz eterna, porque el espíritu no ha recibido el beneficio de la luz por razón de la carne, sino la carne por causa del espíritu”. Prefería, en efecto, perder la luz de la vista corporal antes que reprimir la devoción del espíritu y dejar de derramar lágrimas, con las que se limpia el ojo interior para poder ver a Dios”. (LM 5,8)
También, durante el Proceso de Canonización, diversas hermanas dan testimonio de las lágrimas de santa Clara:

“En la oración derramaba abundantes lágrimas, y con las hermanas manifestaba alegría espiritual”. (Proc 6,4)
“... Y luego que la santa madre lo hubo recibido con mucha devoción, como acostumbraba siempre, dijo estas palabras: Tan gran beneficio me ha hecho Dios hoy, que el cielo y la tierra no se le pueden comparar”. (Proc 9,10)
“Y afirmó que madonna Clara, por la noche, después de completas, quedaba largo tiempo en oración, derramando abundantes lágrimas”. (Proc 10,3)
Queremos subrayar este aspecto del sentimiento porque, con frecuencia, en nuestros medios culturales se encuentra desvalorizado. Una nueva comprensión de la obediencia nos exigirá que guiados por el Espíritu del Señor, aprendamos a construir un mundo diferente del que tenemos, construido por el “espíritu de la carne”.
4. Obediencia y Alabanza
Francisco y Clara de Asís alababan a Dios casi sin cesar; en esto descubrimos una de sus mejores maneras de obedecer. Alababan por las cosas bellas, por las cosas buenas, por todo lo que era agradable.

La alabanza es una manifestación de quien se siente feliz; pero también un reconocimiento de que Dios es lo Bueno, Dios es la Belleza. Para los “intelectuales” el placer es algo malo, una cosa que se ha “robado” a Dios, porque, en realidad, ellos siempre están compitiendo con Dios. En cambio, para quien está en las manos de Dios, el placer es una de sus principales comunicaciones.

En su “Paráfrasis del Padre nuestro” Francisco escribió:

“Venga a nosotros tu Reino: para que reines tú en nosotros por la gracia y nos hagas llegar a tu reino, donde se halla la visión manifiesta de ti, el perfecto amor a ti, tu dichosa compañía, la fruición de ti por siempre”.
Clara y Francisco no se movían por ideas sino por emociones; también tenían ideas, pero no pensaban a Dios... lo sentían. Para ellos, obediencia es mucho más de lo que puede significar para nosotros, más que la renuncia a determinada manera de ver las cosas; obediencia es la reacción a un sentimiento. Tenemos que aprender a descubrir lo bello en las cosas pequeñas y, también, en los espectáculos sobrecogedores como el cielo estrellado o el mar embravecido.

El mismo Francisco que escribió el sublime “Cántico del Hermano Sol” y las “Alabanzas al Dios Altísimo”, mandó escribir a su entrañable “Fray Jacoba”:

“Sabéis que la Señora Jacoba de Settesoli ha sido muy devota y fiel a mí y a nuestra Religión. Creo que agradecería mucho y le serviría de gran consuelo que le comunicarais mi estado de salud, y en particular que le dierais el encargo de que me envíe paño religioso de color ceniza, y también aquella vianda que solía prepararme tantas veces en Roma”. (EP 112; 3Cel 38)
Y San Buenaventura comentó de los primeros hermanos:

“Su misma extremada penuria de las cosas les parecía sobrada abundancia, pues -según el consejo del sabio- en lo poco se conformaban de igual modo que en lo mucho”. (LM 4,7)
Nuestra obediencia será diferente cuando lleguemos a conocer su verdadero significado: descubrir y saborear la bondad de Dios.
5. Obediencia y Libertad
Francisco escribió para sus hermanos una Regla llena de libertades, como se ve, por ejemplo, en este pasaje:

“... en tiempo de manifiesta necesidad, obren todos los hermanos, en cuanto a las cosas que les son necesarias, según la gracia que les otorgue el Señor, porque la necesidad no tiene ley”. (1R 9,16)
La misma orientación la daba en forma particular en la carta al hermano León:

“Compórtate, con la bendición de Dios y mi obediencia, como mejor te parezca que agradas al Señor Dios y sigues sus huellas y pobreza”. (CtaL 3)
La obediencia a los señores de este mundo suele atarnos, disminuirnos. Claro, si somos obligados a hacer lo que ellos quieren, tenemos que renunciar a hacer lo que nosotros queremos o -al menos- a hacerlo del modo que queremos.

La obediencia a Dios es diferente. Como Él es Libertad y Amor, hacer su voluntad significa descubrir en lo más profundo de nosotros mismos aquello que nos libera y nos realiza. Según sus biógrafos, ya en los primeros tiempos de su conversión, Francisco comenzó a descubrir esa libertad:

“... Francisco, dando gracias a Dios omnipotente volvió al mismo retiro donde había estado antes; y en uso de mayor libertad, como bien probado en las tentaciones del demonio y aleccionado con las enseñanzas de las mismas, y conseguida una mayor seguridad gracias a las injurias sufridas, caminaba con más independencia y magnanimidad”. (TC 18)
Pero el hecho es que se fue liberando en tanto percibía a Dios como el Bien, todo el Bien, hasta en la menor de sus criaturas. Francisco comprendió que las criaturas “obedecen”, simplemente, siendo aquello para lo que fueron creadas:

“En fin, a todas las criaturas las llamaba hermanas, como quien había llegado a la gloriosa libertad de los hijos de Dios, y con la agudeza de su corazón penetraba, de modo eminente y desconocido a los demás, los secretos de las criaturas”. (1Cel 81)
En las “Admoniciones” escribió:

“Y todas las criaturas que están bajo el cielo sirven, conocen y obedecen, a su modo, a su Creador mejor que tú”. (Adm 5,2)
Por supuesto que, muchas veces, podemos tener dificultades para recibir como bien aquello que nos viene de Dios. Esto porque vivimos en un mundo bastante confuso, pero también, porque nosotros mismos estamos confundidos por nuestras muchas opciones alejadas de Dios.

Aprenderemos esa libertad en la medida en que nos dejemos llevar por el “Espíritu del Señor”. San Buenaventura escribió de Francisco:

“... a pedir limosna no le movía la ambición del lucro, sino la libertad de espíritu...” (LM 7,9)
Este puede ser un criterio: cuanto más liberadora sea nuestra obediencia, será más legítima. Debemos preguntarnos si, de hecho, lo que estamos haciendo disminuye el mal y hace crecer el bien en nosotros mismos y en los demás. Francisco de Asís estaba tan convencido de esto que quiso pedir la protección de la Iglesia para garantizar esa libertad:

“... Iré a recomendar la Religión de los hermanos menores a la santa Iglesia romana. Con su vara poderosa, los malévolos serán asustados y corregidos, y, en cambio, los hijos de Dios gozarán de libertad en todas partes para aumento de la eterna salvación”. (EP 78)
No hay por qué tener miedo a la obediencia con libertad, incluso con la libertad de dar vuelta la realidad para verla desde otro lado; porque la Libertad es Dios, que es el Amor.
6. Algunas indicaciones
Pensemos en algunas situaciones en las que tenemos que plantar las coles con la raíz hacia afuera.

Vivimos en un mundo consumista donde, movida por la publicidad o la competencia, la gente compra de manera compulsiva. Al descubrir que Dios es el Bien que nos satisface seremos mucho más “obedientes”, sabiendo apreciar los pequeños bienes que llenan nuestra vida cotidiana.

Vivimos en un mundo que estimula la competencia por los puestos de mando. Si nos sometemos a los demás cada vez que sea posible y tratamos de prestar un servicio, tendremos una nueva obediencia.

Todo el mundo, sin mucha conciencia, vive analizando la realidad según ideologías de derecha o de izquierda. Cuando seamos independientes del “qué dirán” tendremos la certeza de vivir una nueva obediencia.

También tendremos una nueva obediencia cuando podamos indignarnos ante los errores sin querer eliminar o destruir a las personas. Cuando seamos capaces de descubrir las oportunidades de cambio que podemos ofrecer.

Somos obedientes cuando podemos vivir sin defendernos inmediatamente de cualquier comentario adverso. Cuando conseguimos soportar en paz y con paciencia las enfermedades, aquellas que están en proceso de cura las que ya se revelaron invencibles.

Pero, de modo especial, somos obedientes cuando, en un mundo tan agresivo, aprendimos a dar la vida por los hermanos y las hermanas.

Nadie puede ser obediente solo o aislado. Pertenecemos a una fraternidad, formamos un grupo, somos miembros de una Iglesia. Es fundamental que tengamos conciencia de cómo nuestra fraternidad nos ayuda a vivir la voluntad de Dios, y cómo nosotros cuestionamos a la fraternidad para que nunca se acomode, para que siempre esté abierta a recibir y corresponder todos los bienes que proceden del Sumo Bien.

Si no mostramos cómo se plantan las coles del lado de Dios... ¿qué sentido tiene nuestra continuidad como grupo religioso?
7. Para experimentar
Escucha los pajaritos, el viento, la lluvia, el mar, un trueno... y recuerda el amor de Dios. Piensa en lo que nos puede estar diciendo en ese momento y cómo corresponderle.

Escucha los ruidos de la calle: autos, bocinazos, sirenas, gritos... e intenta descubrir a Dios que nos habla, o a quien interfiere la voz del amor de Dios. Escucha a las personas, especialmente las más cercanas. Intenta descubrir en ellas la belleza de la bondad de Dios; aún en las cosas que ya les oímos decir miles de veces. Descubre dónde podemos poner más amor y belleza.

Siente el perfume de las flores o de las hojas y descubre cómo podemos responder al Amor. Recuerda otras fragancias que marcaron tu vida y que, como éstas, actúan en nosotros hasta hoy.

Cierra los ojos y tantea alguna cosa: una planta, un objeto, la propia ropa. Siente que Dios te ama en todo eso y dale una respuesta.

Haz una lista de los motivos que tienes para alabar a Dios por el día de hoy, y por todos los días de tu vida.

2. Obedientes como Jesús

1. Introducción
Para Francisco, Jesucristo es nuestro ejemplo de obediencia. En la “Carta a toda la Orden” escribió:

“... porque nuestro Señor Jesucristo dio su vida por no apartarse de la obediencia del santísimo Padre”. (CtaO 46)
Pero su obediencia no es la de un sirviente o un empleado; es la del Hijo eterno, que vive todo el Bien con el Padre y el Espíritu Santo.

Jesús es el enviado del Padre; pero no viene sólo para presentar la bondad del Padre, sino también para mostrarnos cómo recibir -en el Espíritu Santo- todo el Bien que es el Padre. Su obediencia no es simplemente la de un hombre, es la obediencia de Dios; por eso nos trae una nueva propuesta.

Mientras tanto, no hay que pensar en Cristo como una figura a la cual debemos parecernos exteriormente; Él es la fuente de vida que fluye en nuestro interior. Cuanto más límpida sea el agua de la fuente, más obedientes seremos.

Francisco y Clara percibieron con absoluta nitidez que, mediante los bienes revelados en sus vidas, el mismo Dios condujo sus respectivos procesos de transformación en nuevos cristos. La obediencia fue el modo de corresponder a todos esos bienes; lo que hizo de ellos y debe hacer de nosotros un “hombre nuevo”, un ser humano tal como fue soñado por Dios.

Aunque los resultados no estén de acuerdo con los patrones culturales establecidos.
2. Jesús Obediente
És es quien nos hace reconocer los bienes de Dios, y nos enseña y ayuda a corresponderle. Jesús comienza enseñando que Dios es Dios; sólo después podremos reconocer quiénes somos nosotros mismos. En sus “Cartas a los fieles” Francisco recordó que este era el punto fundamental:

“Puso, sin embargo, su voluntad en la voluntad del Padre, diciendo: Padre, hágase tu voluntad (Mt 26,42); no se haga como yo quiero, sino como quieres tú (Mt 26,39). Y la voluntad de su Padre fue que su bendito y glorioso Hijo, a quien nos lo entregó y el cual nació por nuestro bien, se ofreciese a sí mismo como sacrificio y hostia, por medio de su propia sangre, en el altar de la cruz; no para sí mismo, por quien todo fue hecho (Jn 1,3), sino por nuestros pecados, dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas (1Pe 2,21)”. (2CtaF 10-13)
La voluntad del Padre no era que Jesús muriese, porque Él siempre quiere el bien. Pero en las circunstancias históricas que rodearon a aquellos hechos, el Padre quiso que Jesús -como es propio de Dios- se ofreciera entero, para que nosotros supiésemos cuánto vale nuestra vida para el Creador.

Así trajo a nuestro conocimiento y puso al alcance de nuestra experiencia cotidiana la experiencia de Dios: entregarnos sin límites.

Esta obediencia no se queda esperando que alguien le dé una orden; supone que, según el modelo de Jesús, también en nosotros lo que vale es tener una relación fraterna, para nada egoísta.

Desde esta visión comprendemos la enseñanza de Francisco:

“Escuchad, señores hijos y hermanos míos, y prestad atención a mis palabras. Inclinad el oído de vuestro corazón y obedeced a la voz del Hijo de Dios. Guardad sus mandamientos con todo vuestro corazón y cumplid sus consejos perfectamente. Alabadlo porque es bueno, y enaltecedlo en vuestras obras”. (CtaO 5-8)
3. El Padre y el Espíritu Santo
No podemos entender a Jesús sino como el “Hijo”. Su obediencia es trinitaria.
La personalidad del Padre es darse engendrando y, haciéndolo así, Él es Padre obediente. La personalidad del Hijo es ser engendrado y constituir la comunicación del Padre; haciéndolo así Él es el Hijo obediente. La personalidad el Espíritu Santo es ser el Amor eterno entre el Padre y el Hijo; así Él es el Espíritu Obediente.

Nosotros somos obedientes cuando, en lo concreto de la vida, vivimos la Trinidad: nos entregamos como el Padre, engendrando y comunicando; somos engendrados como el Hijo, acogiendo toda la presencia del Padre; compartimos el Espíritu Santo en todo lo que hacemos con amor.

Por todo esto es fundamental que prestemos atención, durante toda nuestra vida, a lo que Jesús dice sobre el Padre, en los Evangelios, y a lo que continúa diciendo en la realidad concreta de cada uno.

Y, también, a lo que dice sobre el Espíritu Santo, tratando de descubrir cómo el Espíritu actúa sobre Él, porque del mismo modo debe actuar sobre nosotros, según los tiempos y circunstancias de cada uno. Sin olvidar que la acción del Espíritu se da en un solo acto sobre Jesús, que es la cabeza, y sobre todos nosotros unidos como Iglesia, que somos el cuerpo.

Francisco era muy conciente de todo esto, tanto que más de una vez recordó que participamos de la Trinidad porque Dios se abrió a nosotros. Por eso escribió que es necesario que el Hijo, en unión con el Espíritu, hable con nosotros al Padre:

“Y porque todos nosotros, míseros y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien has hallado complacencia, que te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos has hecho, te dé gracias de todo junto con el Espíritu Santo Paráclito como a ti y a él mismo le agrada. ¡Aleluya!”. (1R 23,5)
4. Seguir los pasos
¿Qué debemos hacer para ser obedientes como Jesús?

Muchas veces se habló de “imitación de Cristo”. Francisco prefería otra expresión, él decía “seguir las huellas de Jesús”, y Clara que debíamos verlo como un espejo para transformarnos en él. Entonces ¿qué hacer? ¿Imitar algo o seguir a alguien para descubrir su misterio?

La palabra imitar no me parece muy feliz. Imitar es copiar gestos y, entonces, corremos el riesgo de quedarnos en lo puramente exterior; como aquel hermano Juan, el simple, que para ser santo como Francisco pensó que hasta debía toser como él (2Cel 190).
Seguir los vestigios -señales dejadas por los vestidos-, o las huellas es una imagen mucho más apropiada, porque supone que cada uno debe hacer su camino. Pero también resulta fundamental comprender que nadie podrá repetir las mismas situaciones que Jesús vivó en su vida terrenal. Para seguir sus pasos, por ejemplo, no hace falta nacer en un pesebre, ser carpintero o morir en una cruz.

En su Tercera carta a Inés de Praga, Clara enseña qué es la contemplación y nos hace una propuesta mucho más feliz: sentir que Jesús es un espejo que pone a nuestro alcance un reflejo de Dios. Ella nos invita a deslumbrarnos con ese resplandor eterno de la gloria que se manifestó en el Jesús histórico; experimentar en nuestro corazón a Jesús, que nos permite captar la sustancia divina. Si hacemos todo esto, seremos transformados en “imagen de la divinidad”, es decir, realizaremos el Cristo que Dios soñó para cada uno de nosotros desde el principio de la creación y que siempre está creciendo en nuestro interior.
5. El “Hermano Hombre”
El “Cántico del Hermano Sol”, obra cumbre de Francisco, se puede considerar como un himno universal a la obediencia, pues, en él, todas las criaturas alaban a Dios porque reconocen que es el sumo Bien. Y ellas, por su propia existencia, son una respuesta al bien, es decir, la obediencia perfecta.

Es muy interesante que, luego de presentar al hermano Sol y a la hermana Luna en el firmamento, luego de mostrarnos en la tierra los símbolos de los cuatro elementos -hermano Viento, hermana Agua, hermano Fuego, hermana Tierra-, Francisco presente al hermano Hombre del brazo con la hermana muerte, pero sin decir su nombre. Él es caracterizado de este modo:

“Loado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor y soportan enfermedad y tribulación. Bienaventurados aquellos que las sufren en paz, pues por ti, Altísimo, coronados serán”. (Cánt 10-11)
Sí, en la visión del cántico del Hermano Sol el “hermano Hombre” es, a un mismo tiempo, Jesucristo y cada uno de nosotros. Una página admirable de las Fuentes Franciscanas nos ayuda a comprenderlo: el episodio de la “Perfecta alegría”. Toda nuestra felicidad, toda nuestra realización, se concentra en la realización del Cristo que está en nosotros; soportando todas las contrariedades en paz, sin perder la cabeza.

Francisco descubrió el fundamento de su relación de obediencia para con Dios en la vida de Jesús que, viniendo al mundo dijo:

“... aquí estoy, yo vengo -como está escrito de mí en el Libro de la Ley- para hacer, Dios, tu voluntad” (Heb 10,7).
Hacer la voluntad del Padre se convierte en la esencia misma de la vida de Cristo que:

“Puso, sin embargo, su voluntad en la voluntad del Padre, diciendo: Padre, hágase tu voluntad; no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (2CtaF 10).
Él cumple la voluntad del Padre mediante la obediencia:

“haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil 2,6-8; Heb 5,8).
Por eso, Francisco invita a todos los hermanos a ser fieles a la Regla y someterse a la obediencia, porque Jesucristo:

“... dio su vida por sus ovejas y oró al Padre por nosotros...” (2CtaF 56)
La obediencia franciscana es mucho más que una exigencia de disciplina religiosa, más que una exigencia de compromiso social y de una vida ordenada. Es la respuesta a una llamada del Espíritu Santo, es disponibilidad frente a la voluntad divina:

“Ahora bien, después que hemos abandonado el mundo, ninguna otra cosa hemos de hacer sino seguir la voluntad del Señor y agradarle”. (1R 22,9)
Así, la obediencia se vuelve expresión suprema de la pobreza interior, elegida por amor a Jesucristo. Los franciscanos y franciscanas no obedecen tan solo por las exigencias inmediatas de la orden, sino para ofrecer a Cristo el testimonio del amor, mediante la suprema renuncia de sí mismos.

La obediencia de Cristo adquirió un valor salvador: pecando, el hombre había apartado su voluntad de Dios; Cristo dio vuelta la situación “poniendo su voluntad en la voluntad del Padre”. Participando de la obediencia de Cristo, el hombre se abre al don de la liberación salvadora.

En la obediencia se realiza una salvadora renuncia de sí mismo; por ella el hombre pertenece de nuevo y plenamente a Dios, restableciendo, además, las debidas relaciones con todas las criaturas.

Cristo se dio entero para cumplir la voluntad del Padre; quien lo imita en la obediencia no debe temer sacrificio alguno en el cumplimiento de esa santa voluntad. En su obediencia, Cristo se hizo siervo de todos; del mismo modo, la imitación perfecta de esa obediencia se realiza en la sumisión no sólo a Dios, sino también a todos los hermanos y a todas las criaturas.

En el Saludo a las Virtudes, vemos que Francisco no habla de cualidades que nosotros podamos cultivar, sino de los grandes valores de Jesucristo. Por eso las llama reinas y princesas:

“La santa obediencia confunde todos los quereres corporales y carnales; y mantiene mortificado su cuerpo para obedecer al espíritu y para obedecer a su hermano, y lo sujeta y somete a todos los hombres que hay en el mundo; y no sólo a los hombres, sino aun a todas las bestias y fieras, para que, en cuanto el Señor se lo permita desde lo alto, puedan hacer de él lo que quieran”. (SalVir 14-18)
De modo semejante vemos que cuando, en su carta a Inés de Praga, Clara habla de las virtudes del “Espejo”, también está considerando los grandes valores de Jesús y -justamente por eso- les aplica adjetivos muy especiales.

Las virtudes del “Saludo” son seis: la reina Sabiduría y su hermana la Simplicidad; la señora Pobreza y su hermana la Humildad; la señora Caridad y su hermana la Obediencia. Clara, en su “Cuarta carta a Inés de Praga”, se queda con tres: Pobreza, Humildad y Caridad.
6. Los Testamentos
En sus respectivos Testamentos, Francisco y Clara refieren cómo se sintieron tocados por la gracia de Dios, y cómo el Espíritu de Jesucristo los condujo por los caminos de la obediencia. En el final de la carrera estaban revisando toda su vida y esto puede ser muy bueno para nosotros.

En el testamento de Francisco podemos destacar algunos pasajes:

“El Señor me dio de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia; en efecto, como estaba envuelto en pecados, me parecía muy amargo ver leprosos. Y el Señor mismo me condujo en medio de ellos...” (Test 1-2)
“Y el Señor me dio una fe tal en las iglesias, que oraba y decía así sencillamente...” (Test 4)
Después de esto, el Señor me dio, y me sigue dando, una fe tan grande en los sacerdotes (Test 6)
“Y lo hago por este motivo: porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y santísima sangre...” (Test 10)
“Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló...” (Test 14)
“El Señor me reveló que dijésemos este saludo...” (Test 23)
“... así como me dio el Señor decir y escribir sencilla y puramente la Regla y estas palabras, del mismo modo las entendáis sencillamente y sin glosa, y las guardéis con obras santas hasta el fin” (Test 39)
En el Testamento de Clara también podemos subrayar pasajes semejantes, ellos atestiguan la certeza de que Dios había intervenido directamente en su vida. Ella obedeció con todo rigor para corresponder al Bien:

“Entre otros beneficios que hemos recibido y seguimos recibiendo de nuestro benefactor el Padre de las misericordias, y por los cuales estamos más obligadas a rendir gracias al mismo glorioso Padre de Cristo, se encuentra el de nuestra vocación...” (TestCl 2)
“Es, pues, deber nuestro, hermanas queridas, tomar en consideración los inmensos beneficios de Dios en nosotras; y, entre otros, los que por medio de su servidor, nuestro amado padre el bienaventurado Francisco, se ha dignado realizar en nosotras...” (TestCl 6-7)
“¡Con cuánta solicitud y con cuánto empeño del alma y del cuerpo no debemos cumplir los mandamientos de Dios y de nuestro Padre, para devolver multiplicado, con la ayuda del Señor, el talento recibido!” (TestCl 18)
“Una vez que el altísimo Padre celestial, poco después de la conversión de nuestro beatísimo padre Francisco, se dignó, por su misericordia y gracia, iluminar mi corazón para que, a ejemplo y según la doctrina, hiciese yo penitencia...” (TestCl 24)
“... voluntariamente le prometí obediencia juntamente con las pocas hermanas que el Señor me había dado a raíz de mi conversión...” (TestCl 25)
“Y así, por voluntad de Dios y de nuestro beatísimo padre Francisco, fuimos a morar junto a la iglesia de San Damián...” (TestCl 30)
Estos son apenas unos ejemplos; un buen ejercicio sería leer los Testamentos completos.
7. Renunciar a sí mismo
Para hablar de la obediencia, Francisco comienza su “Tercera Admonición” recordando que, según el Evangelio (Lc 14,33), para ser discípulos de Jesús debemos renunciar a todas nuestras posesiones.

Sin duda se trata de una exhortación fundamental, pero me parece oportuno recordar que no podemos renunciar al don de Dios que somos nosotros mismos, ni a los otros dones que Él nos va dando a lo largo de la vida. Necesitamos renunciar a ese “falso yo” que vamos creando cuando cedemos al mundo que nos rodea, cuando nos independizamos de Dios, cuando nos apartamos de Él. Evidentemente, también debemos renunciar a todo lo que el yo falso fue acumulando.

El sentido de esta “renuncia” es que, no se puede recibir el verdadero Bien -que viene de Dios- atrincherados en otros bienes que acumulamos para escapar de nosotros mismos, y que nos hacen creer que somos “buenos” sin necesidad de Dios.
8. Para experimentar
Intenta escribir tu testamento. Recuerda y cuenta cómo Dios te va transformando en otro Cristo.

Haz un esfuerzo por identificar las falsedades que has acumulado a lo largo de tu vida. ¿De cuáles te vas a liberar hoy? ¿Y mañana?

Habla con alguna persona muy cercana; cuéntale cómo ves al Cristo que llevas dentro. Pregúntale si ella ve lo mismo.

Haz silencio para descubrir al Cristo que vive en tu interior, habla con él y confróntalo con el Jesús de los evangelios; fíjate si no te estás engañando, si realmente Él está creciendo.

Lo Bueno que tienes... ¿son experiencias? ¿Son cosas acumuladas? ¿Hasta qué punto puedes decir que son bienes divinos y fluyen desde tu interior para beneficio de los demás? ¿A quiénes benefician?

¿Para ti la obediencia es un peso, una tristeza? ¿Siempre estás esperando que te manden, o cada día puedes descubrir la presencia de Dios en los acontecimientos, grandes y pequeños?

3. El “Sí” de María

1. Introducción
María es nuestro modelo de obediencia total; ella dio un “Sí” absoluto y pleno, acogiendo en su persona y en su vida toda la bondad de Dios.

María hizo lo contrarío que Adán y Eva, reconoció que Dios es el Bien, todo Bien, Sumo Bien. Por eso se convirtió en la nueva “Madre de los vivientes”.

Para profundizar el acontecimiento de la anunciación debemos comprender, entre otras cosas, un hecho sorprendente: un ángel de Dios visita a una joven virgen de Nazaret, novia de José, un carpintero. Nazaret era una aldea perdida, nunca mencionada en el Antiguo Testamento. Virgen era alguien que -además de ser mujer- era soltera, es decir, alguien sin importancia; además, si era novia de un carpintero de ese fin del mundo, seguramente era pobre. En otras palabras, todo un símbolo de nuestra debilidad y pequeñez; especialmente después que nos acostumbramos a renegar del Señor porque que queremos “ser como Dios”.

María nos enseñará algunos de los aspectos más fundamentales de la obediencia: cómo entrar en la vida de la Trinidad, cómo profundizar en el misterio, cómo perder sin perdernos, cómo crecer en la plenitud del bien.

Dios tiene una propuesta concreta para cada uno de nosotros; nuestra sabiduría consiste en descubrirla y aceptarla.
2. El Sumo Bien: la Trinidad
María recibió la propuesta de vivir la plenitud de la Trinidad; Francisco comprendió muy bien esa verdad. Así lo expresa en la antífona de la Virgen -para el “Oficio de la Pasión del Señor”-, y cuando enuncia la “Forma de Vida” propuesta a Clara y sus hermanas.

“Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros, junto con el arcángel San Miguel y todas las virtudes del cielo y con todos los santos, ante tu santísimo Hijo amado, Señor y maestro”. (OfP Ant)
Francisco agradece a María por abrir un camino muy concreto para todos nosotros:
“Ya que, por divina inspiración, os habéis hecho hijas y siervas del altísimo sumo Rey Padre celestial y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio, quiero y prometo dispensaros siempre, por mí mismo y por medio de mis hermanos, y como a ellos, un amoroso cuidado y una especial solicitud”. (FVCl)
Así demostró, por un lado, la grandeza de María: ser elegida, dar el Sí. Por el otro, la amplitud de la propuesta de Dios para todos nosotros, los humanos, los hijos de Eva, los que ahora somos hijos e hijas de María.

María aceptó el ofrecimiento de ser hija y sierva de Dios Padre, esposa del Espíritu Santo y madre de Jesucristo. En su obediencia toda la humanidad es transformada, porque todos por igual podemos participar de la misma propuesta y de la misma obediencia. Es lo que Francisco expresó con tanta belleza en la Carta a los fieles:

“Y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del Señor, y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Somos esposos cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo. Y hermanos somos cuando cumplimos la voluntad del Padre, que está en el cielo; madres cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo damos a luz por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de otros”. (2CtaF 48-53)
Resulta fundamental comprender que somos obedientes, por sobre todas las cosas, cuando nos abrimos al Dios-Relación y nos realizamos como hijos, esposos, madres y hermanos de Jesucristo. En consecuencia, cuando vivimos estas relaciones con una conciencia cada vez mayor y más concreta, sentimos que tenemos más a Dios y que somos más nosotros mismos.

No prestemos tanta atención a las posibles “órdenes” y mandatos que recibimos. Estemos atentos a las muchas personas que pasan por nuestra vida, necesitadas de nuestro amor y dedicación de madres, padres, hermanos y hermanas -incluso de esposos- que se comprometen para toda la vida.

El sí de María a Dios puede contener todos los sí pronunciados en los casamientos, todos los sí de las madres que acogieron a sus hijos, todos los sí de los que están aprendiendo a reconocer a los menores entre los hermanos de Jesús.
3. Obediencia y sumisión
En general, nos resistimos a obedecer, porque tenemos la sensación de renunciar a lo que nos pertenece para hacer lo que quieren los demás. Sentimos que la obediencia nos hace sumisos, subalternos.

María de Nazaret nos enseña otra obediencia: la de las personas de la Trinidad que se dan totalmente y reciben el infinito. Cuando ella dice Sí, la muchachita de Nazaret deja de ser uno de los seres más frágiles y olvidados, para ser la Madre de Dios en la plenitud de la historia. Es lo que cantó en su “Magníficat”.

Cuando me doy entero no me someto, encuentro la plenitud de mi ser. Entonces me realizo como el Padre, que es Padre cuando se da; como el Hijo, que es Hijo cuando se da; y como el Espíritu Santo, que es Espíritu Santo cuando se da.

Hay un sí de la sumisión, un sí de la concordancia y otro, muy diferente, de la donación trinitaria.

Dando el sí de la sumisión María es sierva de Dios. Cuando dice el sí en que concuerda con la propuesta, es hija de Dios. Pero cuando da el sí de entrega total a la plenitud del Amor, es esposa de Dios y tiene una relación que imita la de las personas de la Trinidad. A partir de allí puede ser Madre de Dios; y da un sí que es de toda la humanidad, acogiendo a Cristo que es nuestra plenitud. De aquí en más, ella transmite el Bien engendrando cristos.

Queremos subrayar que, todo esto, es muy diferente de la sumisión a la que somos obligados a diario: para no perder el trabajo, para no ser excluidos, para no sentirnos mal.

Cuando, obedientes, nos sometemos a Dios y su maravilloso plan de salvación, podemos ser los siervos que cantan sus “Magníficat”, como lo hizo María.
4. ¿Cómo puede ser eso?
María dio un sí generoso, no sin antes preguntar cómo ubicar aquel anuncio del ángel en el conjunto de las decisiones que ya había tomado.

Nuestra obediencia nunca debe ser “ciega”; por ella aceptamos el Bien, correspondemos al Bien con todo nuestro ser.

Por lo mismo, tampoco puede ser “formal” o exterior, hecha de permisos y dispensas.
La obediencia es una progresiva unión con el Bien infinito, siempre mayor, destinada a no tener fin.

Hay bienes que recibimos aún sin tener conciencia de ello. Es más, por milenios hemos recibido una lluvia de bienes de Dios sin llegar a comprenderlos. Pero, ahora, estamos en una etapa en que podemos ser cada vez más concientes del Bien supremo que nos es dado.

En la “Tercera Admonición”, Francisco mostró cuán criteriosa debe ser nuestra obediencia, y en su Última Voluntad también dejó una notable advertencia para Santa Clara:

“Yo el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en esa santísima vida y pobreza. Y estad muy alerta para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de quien sea”. (UltVol)
Fue por eso que Santa Clara se resistió, cuando el Papa Gregorio IX quiso imponerle que aceptara propiedades. Del mismo modo, en su “Segunda Carta a Inés de Praga”, le aconsejó que respetara a quien le daba órdenes sobre la pobreza, pero que no obedeciera, pues tenía una obediencia mayor.
5. Derriba a los poderosos
María dice en su cántico que, Dios, derriba del trono a los poderosos y eleva a los humildes. “Poderosos” son los desobedientes, los que no reciben el Bien de Dios porque creen que ellos mismos son un bien, aún sin Dios.

Por supuesto consiguen engañarse a sí mismos y terminan creyéndose poderosos; es que siempre encuentran otros que se dejan engatusar por quien parece saber lo que quiere. Pero su poder es falso, sin fundamento.

Dios “derriba” es una manera de decir, porque Dios no necesita derribar a nadie. La misma realidad termina demostrando cuán firmes son los cimientos de los castillos que construimos.

A lo largo de ocho siglos, el mismo Dios derribó una multitud de poderosos y poderosas que optaron por la vocación francisclariana. Ellos fueron más humildes, evitaron una enorme cantidad de problemas, y ayudaron a transformar el mundo.

Esto, tal vez nos ayude a comprender por qué Francisco y Clara, viviendo en un mundo donde los jefes políticos y religiosos luchaban por ser y parecer poderosos, nunca se preocuparon por contestarlos ni criticarlos. Fueron concientes de que, para liberar al mundo de las personas arrogantes, el camino era otro.

Por lo mismo, Dios tampoco necesita elevar a los humildes. Quien se reconoce pequeño, quien sabe que es humilde porque está cerca del “humus”, cerca del suelo, tiene ojos para reconocer la lluvia de los bienes de Dios que no deja de caer. Crece en el Bien de Dios y llega hasta Él.

Del mismo modo, la multitud de hermanos y hermanas que se realizaron y sirvieron a Dios es, cada vez, más numerosa.
6. El “Sí” del Misterio
En el día a día, durante treinta largos años, María fue descubriendo el bien de Dios en aquel hijo suyo, tan cercano, tan distante, tan misterioso.

Podemos comparar el misterio con una serie de puertas que se van abriendo. Con cada una descubrimos cosas nuevas y, también, ampliamos nuestra perspectiva. Son oportunidades que se renuevan y exigen de nosotros una adhesión progresiva. El bien de Dios es siempre una sorpresa.

Es interesante recordar cómo Francisco fue descubriendo el misterio de Dios en su vida: en los pobres, en los leprosos, en los hermanos, en la oración solitaria, saboreando y comunicando la Palabra de Dios. Así comprendió el sentido de la paz, sintió que debía “salir del siglo”, comprendió que hasta los infieles tenían algo que decirnos sobre Dios, su Padre. Descubrió que escribir cartas, cánticos y oraciones era una forma de entrar cada vez más en Dios.

También Clara supo recordar cómo, a través de su vocación, había crecido en Dios. En las cartas a su hermana Inés dejó indicaciones reveladoras de los momentos fuertes en su camino de obediencia.

¿Cómo estar dispuestos a repetir nuestro sí en situaciones inesperadas? Aprenderíamos mucho si nos acostumbramos a recordar momentos de nuestra vida en los que nos sentimos perdidos: Dios estuvo con nosotros y nos ayudó a dar los pasos siguientes, aunque fuesen inseguros.

La verdadera obediencia -al Bien que es Dios- nunca nos disminuyó, por el contrario, ensanchó nuestros horizontes cada vez más, para contribuir a nuestra realización.
7. El “Sí” de la pérdida
La experiencia nos dice que, cuando las cosas buenas vienen en abundancia y fácilmente, no les damos mucho valor. Muchas veces descubrimos los bienes que recibíamos, cuando ya no los tenemos.

En la obediencia verdadera, recibimos el bien cuando nos es dado y, también, cuando nos es quitado. Un ejemplo que se ve con claridad en la vida de María. Ella tuvo la oportunidad de sentir el dolor cuando perdió a Jesús en Jerusalén, y cuando le oyó decir:

“No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre” (Lc 2,49)
Probablemente ya era viuda cuando su único hijo dejó la casa, para ir a predicar su buena noticia. Se quedó sola, soportando los comentarios de parientes y vecinos que -en cierta oportunidad- hasta la llevaron para convencer a Jesús de abandonar su locura. Y tuvo que escuchar que, su madre y sus hermanos, eran los que hacían la voluntad del Padre.

Perdió a Jesús, que fue perseguido y apresado, condenado y muerto. Y ella estaba al pié de la cruz, diciendo su Sí, aún sin entender.

En ocasiones, la obediencia de María fue muy difícil; ella debió sentir la ausencia de Jesús y la ausencia de Dios. También nosotros atravesamos momentos difíciles: nuestros sueños mueren, nuestros amigos desaparecen, la salud y la edad se esfuman.

Es probable que María haya recordado la sabiduría y enseñanzas del libro de Job. También nosotros debemos recordarla, para permanecer en la obediencia activa.
8. El “Sí” de la plenitud
En los episodios finales de su aventura con el Hijo de Dios, María experimentó la alegría de la resurrección, la alegre separación de la ascensión y, a los cincuenta días, en Pentecostés, la venida del Espíritu Santo.

Regresó el Espíritu que aleteaba sobre el caos, el Espíritu que llenó la tienda en el desierto, el Espíritu que la cubrió con su sombra. El espíritu que arrebató a la mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas.
Se sintió plena para gritar con el Espíritu: ¡Ven Señor Jesús! El Bien es siempre una sed infinita.

Así como María cantó su “Magníficat”, Francisco escribió en el Monte Alvernia sus “Alabanzas al Dios Altísimo”:

“Tú eres el santo, Señor Dios único, el que haces maravillas. Tú eres el fuerte, tú eres el grande, tú eres el altísimo, tú eres el rey omnipotente; tú, Padre santo, rey del cielo y de la tierra. Tú eres trino y uno, Señor Dios de dioses; tú eres el bien, todo bien, sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero. Tú eres el amor, la caridad; tú eres la sabiduría, tú eres la humildad, tú eres la paciencia, tú eres la hermosura, tú eres la mansedumbre; tú eres la seguridad, tú eres la quietud, tú eres el gozo, tú eres nuestra templanza, tú eres toda nuestra riqueza a saciedad. Tú eres la hermosura, tú eres la mansedumbre, tú eres el protector, tú eres nuestro custodio y defensor; tú eres la fortaleza, tú eres el refrigerio.Tú eres nuestra esperanza, tú eres nuestra fe, tú eres nuestra caridad, tú eres toda nuestra dulzura, tú eres nuestra vida eterna, grande y admirable Señor, omnipotente Dios, misericordioso Salvador”. (AlD)
Clara debía estar revisando todas las maravillas que Dios hiciera con ella, cuando escribió en su última carta a Inés de Praga:

“Dichosa realmente tú, pues se te concede participar de este banquete, y adherirte con todas las fuerzas del corazón a Aquel cuya hermosura admiran sin cesar todos los bienaventurados ejércitos celestiales; cuyo amor aficiona, cuya contemplación nutre, cuya benignidad llena, cuya suavidad colma,; su recuerdo ilumina suavemente, a su perfume revivirán los muertos; su vista gloriosa hará felices a todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial, porque Él es esplendor de la eterna gloria, reflejo de la luz perpetua y espejo sin mancha”. (4Cta 9-14)
Otro Magníficat de Francisco y Clara se encuentra en sus Testamentos, cuando celebran la memoria de cómo Dios había conducido el bien a lo largo de sus vidas.
9. Para experimentar
Recuerda que eres muy importante para Dios. Él te trajo a la vida para hacerte un nuevo Cristo. ¿Cómo estás limpiando tu interior para recibir todo ese bien, todo ese Dios que quiere vivir en ti?

Aunque tienes fe, nunca tendrás certezas absolutas, pero el misterio de Dios siempre se revela en tu vida. Recuerda cómo lo viviste en las situaciones más inesperadas.
Tal vez en más de una ocasión hayas sentido la pérdida de Dios. ¿Cómo sobreviviste a esos momentos? ¿Cuánto esfuerzo pusiste para salir adelante? ¿Cuánto fue pura gracia de Dios?

¿Has vivido lo suficiente para experimentar que, poco a poco, muchas cosas buenas van disminuyendo? Se van los amigos, la salud, la juventud... ¿Sientes que lo pierdes todo, o que vas ganando cosas nuevas? En estas situaciones ¿cómo fue tu sí?
Cuando descubres que aumenta la plenitud del bien ¿cantas el Magníficat? ¿Has sentido que tu mayor obediencia es cantar y alabar a Dios, compartiendo sus dones con todo el mundo?
4. Una Obediencia Inteligente

1. Introducción
Francisco propone una obediencia amplia y total, pero al mismo, tiempo impone a sus seguidores ciertas condiciones que exigen de ellos la mayor libertad y buen uso de la inteligencia. Por ejemplo, en la “Regla no bulada” dice:

“Y todos los otros mis benditos hermanos obedézcanles prontamente en lo que mira a la salvación del alma y no está en contra de nuestra vida”. (1R 4,3)
En consecuencia, la obediencia franciscana no puede ser ni ciega ni puramente formal; ella exige de nosotros un amplio ejercicio de la libertad personal.

Comenzamos a obedecer cuando el Espíritu del Señor, que vive en cada uno de nosotros, nos trae a esta vida fraterna. La práctica cotidiana dependerá de nuestra capacidad para seguir escuchando la voz del Espíritu, en nuestro corazón y en la vida de los hermanos que nos ha dado Dios.

Las biografías y demás testimonios sobre Francisco y Clara ofrecen interesantes ejemplos de su obediencia, los que adquieren nueva luz al confrontarlos con sus escritos. En algunas situaciones, por ejemplo, desobedecieron concientemente a las autoridades de su tiempo, pues, a la luz de su experiencia de Dios, juzgaron que debían obedecer a otros bienes.
2. No como un “cadáver”
Las fuentes franciscanas refieren un curioso pasaje en el cual, Francisco, habría dicho que la obediencia ideal era la de un cadáver. Lo encontramos en la “Vida Segunda de Celano” (152), en la “Leyenda Mayor” (6,4) y en el “Espejo de Perfección” (48). Veamos la versión de Celano:

“Y él, describiendo al verdadero obediente con la imagen de un cadáver, respondió: Toma un cadáver y colócalo donde quieras. Verás que, movido, no resiste; puesto en un lugar, no murmura; removido, no protesta. Y, si se le hace estar en una cátedra, no mira arriba, sino abajo; si se le viste de púrpura, dobla la palidez. Este es -añadió- el verdadero obediente: no juzga por qué se le cambia, no se ocupa del lugar en que lo ponen, no insiste en que se le traslade. Promovido a un cargo, conserva la humildad de antes; cuanto es más honrado, se tiene por menos digno”. (2Cel 152)
Pero los investigadores han descubierto este ejemplo en otros libros anteriores a Francisco, lo cual sugiere que, posiblemente, no pase de ser una transposición realizada por los biógrafos para estimular a sus lectores. Más aún, se opone a las enseñanzas de Francisco que, como veremos más adelante, quería una obediencia responsable.

En la práctica concreta, la obediencia franciscana no se expresa en forma de “sumisión ciega”, como enseñaron los padres del desierto; tampoco como un medio para “doblegar la voluntad” y hacer que los religiosos cumplan al pie de la letra lo que les fue mandado.

Para vivir la obediencia en una fraternidad hay que tener los ojos bien abiertos, buena capacidad para discernir y ejercitar la creatividad para descubrir nuevos caminos.
3. La Obediencia Perfecta
En la “Tercera Admonición” encontramos un texto magistral de Francisco, de acuerdo en todo con su vida concreta:

“Dice el Señor en el Evangelio: Quien no renuncie a todo lo que posee, no puede ser discípulo mío (Lc 14,33); y: Quien quiera poner a salvo su vida, la perderá (Lc 9,24). Abandona todo lo que posee y pierde su cuerpo aquel que se entrega a sí mismo totalmente a la obediencia en manos de su prelado. Y todo cuanto hace y dice, si sabe que no está contra la voluntad del prelado y mientras sea bueno lo que hace, constituye verdadera obediencia. Y si alguna vez el súbdito ve algo que es mejor y de más provecho para su alma que lo que le manda el prelado, sacrifique lo suyo voluntariamente a Dios y procure, en cambio, poner por obra lo que le manda el prelado. Pues ésta es la obediencia caritativa (1Pe 1,22), porque cumple con Dios y con el prójimo. Pero, si el prelado le manda algo que está contra su alma, aunque no le obedezca, no por eso lo abandone. Y si por ello ha de soportar persecución por parte de algunos, ámelos más por Dios. Porque quien prefiere padecer la persecución antes que separarse de sus hermanos, se mantiene verdaderamente en la obediencia perfecta, ya que entrega su alma (Jn 15,13) por sus hermanos. Pues hay muchos religiosos que, so pretexto de que ven cosas mejores que las que mandan sus prelados, miran atrás (Lc 9,62) y tornan al vómito de la voluntad propia (Prov 26,11; 2Pe 2,22); éstos son homicidas, y, a causa de sus malos ejemplos, hacen perderse a muchas almas”. (Adm 3)
En primer lugar observamos que el verdadero obediente renuncia a la propia voluntad, incluso a salvar su “alma” o su vida. Por supuesto que no se trata de ser un abúlico que no hace nada, mucho menos alguien que no ama la vida. Estas renuncias sólo se comprenden desde la perspectiva de Dios: renunciamos a tener una voluntad independiente o contraria a la de Dios, desistimos de llevar una vida propia alejada de Él. Pero sin decisión y sin un profundo amor por la vida, no podríamos vivir ni con Dios ni con el prójimo.

Francisco propone una obediencia inteligente y distingue tres situaciones diversas: cuando hacemos algo bueno que no nos fue mandado; cuando se nos mandó algo bueno pero hacemos otra cosa buena; cuando nos mandan algo que no podemos hacer.

En el primer caso, vive la verdadera obediencia el que sigue sus iniciativas personales; basta con que haga algo bueno que no sea prohibido por su ministro.

En el segundo caso, la vida fraterna señala la solución: el hermano debe renunciar a su punto de vista y aceptar el del superior, por Dios y por los hermanos. La renuncia se vuelve “obediencia caritativa”, es decir, exigida por la caridad y en función de la caridad.

El tercer caso, mucho más delicado, tiene una solución inteligente y profunda: no obedecer, porque nadie puede ser obligado en contra de su conciencia. Pero incluso obrando de esta manera, el hermano no debe apartarse del superior ni del grupo que lo apoya; aunque esta actitud lo lleve a sufrir persecuciones: “ámelos más por Dios”. Así, su obediencia será “perfecta, ya que entrega su alma por sus hermanos”.

Un cadáver, o quien pensare en la obediencia ciega, nunca distinguiría estas posibilidades; tampoco podría, delante de Dios, asumir la responsabilidad de hacer lo que mejor le parezca, y soportar persecuciones y desavenencias. La obediencia caritativa no es para los “temerosos” que ceden a todo.
4. Obediencia libre
Francisco temía al autoritarismo antievangélico e hizo todo lo posible para evitarlo, sin embargo, exigía a sus hermanos una obediencia total, sin más límites que los impuestos por la conciencia individual y la fidelidad a la Regla. La prontitud para obedecer en todas las cosas “que al Señor prometieron guardar” tiene una motivación fundamental:

“recuerden que renunciaron por Dios a los propios quereres”. (2R 10,3)
No se trata de una obediencia pasiva que espera la iniciativa del superior. Los hermanos se mueven con libertad en el ámbito de la obediencia cuando actúan con recta intención, cuando están disponibles y eligen responsablemente -dóciles a la inspiración divina- el modo de servir a Dios y a los hermanos. En la doctrina de Francisco el superior no es el único responsable ante Dios, y al súbdito le corresponde mucho más que obedecer sin discernir las órdenes. Cada uno debe ser responsable y no descargar las propias obligaciones en los demás.

Obediencia y libertad se coordinan en un plano genuinamente cristiano, bajo los auspicios de la caridad. Recordemos lo que dice Francisco en el Saludo a las Virtudes:

“¡Señora santa caridad, el Señor te salve con tu hermana la santa obediencia!” (SalVir 3)
En su propuesta, obedecemos correspondiendo al amor, no al deber.
5. Sin formalidades
Desgraciadamente, la práctica de la vida religiosa incorporó una serie de formalidades exteriores. Quien entendió la obediencia como “cumplir órdenes”, luchará por conseguir “dispensas” y se alegrará con los “permisos”.

Debemos entender que la obediencia es mi respuesta al amor de Dios, principalmente al que me llega a través de los hermanos y de las hermanas. No tiene sentido que renuncie al derecho de corresponder al amor cediendo mi responsabilidad a los superiores que mandarán, permitirán, dispensarán...

El amor nunca puede ser formal, porque es una oferta conciente e inteligente de la persona que ama, que obedece. Es interesante releer las reglas de Francisco y Clara para descubrir cómo trataron de evitarnos cualquier ocasión de ser formales: ellos nos querían libres.

La “Carta a un Ministro” puede ayudarnos a comprender mejor este punto; en ella Francisco dice que cualquier sorpresa que pudieran causarnos los hermanos -aún por irresponsabilidad- es una “gracia de Dios”. También podemos recordar estos dos interesantes ejemplos:

“Una noche, mientras los demás descansan, una de sus ovejas rompe a gritar: Hermanos, ¡que me muero, que me muero de hambre! Se levanta luego el egregio pastor y corre a llevar el remedio conveniente a la oveja desfallecida. Manda preparar la mesa, y ésta bien provista de exquisiteces rústicas, en las que, como muchas otras veces, el agua suple la falta de vino. Comienza a comer él mismo, y, para que el pobre hermano no se avergüence, invita a los demás a hacer la misma obra de caridad”. (2Cel 22)
“Enterado un día de las ganas de comer uvas que tenía un enfermo, lo llevó a la viña y, sentándose bajo una vid, comenzó a comerlas para animar al enfermo a que las comiera” (2Cel 176)
6. Obediencia insistente
Cuando el que es obediente está convencido de la necesidad de acoger un bien que Dios le envía, nada puede apartarlo de su propósito. Aún cuando las personas autorizadas le ordenen otra cosa. Entonces necesita discernir con sabiduría qué es lo más importante. Celano refiere un episodio típico:

“Cierta vez que san Francisco llegó a Ímola, ciudad de la Romagna, se presentó al obispo del lugar para pedirle licencia de predicar. “Hermano -le respondió el obispo-, basta que predique yo a mi pueblo”. San Francisco -la cabeza baja- sale humildemente. Al poco rato vuelve a entrar. Le pregunta el obispo: “¿Qué quieres, hermano? ¿Qué buscas otra vez aquí?” Y el bienaventurado Francisco: “Señor, si un padre hace salir al hijo por una puerta, el hijo tiene que volver a él entrando por otra”. El obispo, vencido por la humildad, lo abraza con cara alegre y le dice:

“Predicad desde ahora, tú y tus hermanos, en mi obispado, pues tenéis mi licencia general; y conste que esto lo ha merecido tu santa humildad”. (2Cel 147)
En este acontecimiento debemos admirar la humildad de Francisco que reconoció la autoridad del obispo y no quiso imponer la orden que había recibido de Dios. Pero también es admirable la convicción que lo animaba, de predicar por una misión del Altísimo.

Este episodio nos recuerda aquel otro cuando, luego de su conversión, fue a una casa pidiendo limosna y se encontró con unos amigos; avergonzado pegó la vuelta, pero se detuvo a pensar cuál era la voluntad de Dios y entonces volvió (2Cel 13).
Como en este caso, el buen discernimiento lo llevó a insistir con el obispo de Ímola.

Recordemos también que, poco antes de morir, Francisco escribió a Clara el documento que conocemos como la “Última voluntad”; en él le recomendó que no obedeciera a nadie que le mandase algo en contra de la pobreza. Clara lo tenía muy presente cuando resistió al Papa Gregorio, que quería darle bienes materiales, y cuando aconsejó a Inés de Praga que, en cuestiones de pobreza, prefiriese los consejos de Fray Elías y no obedeciera a quien le diera órdenes diferentes.
7. Un caso de “Desobediencia”
En tiempos de Francisco la Iglesia se encontraba envuelta en las famosas “Cruzadas”. Los predicadores recorrían Europa convenciendo a los cristianos de tomar las armas y marchar a la liberar Tierra Santa; su slogan era “Dios lo quiere”. Los papas de la época llegaron a excomulgar a los gobernantes que resistían sus órdenes de ir a la guerra.

Nuestro santo, sin embargo, sintió que el mayor bien era recordar a todos que los mahometanos también eran hijos de Dios; y marchó hacia los soldados cristianos a disuadirlos de entrar en combate. Él prefería anunciar el Reino de Dios mediante la sumisión, buscando la oportunidad de proclamar la Palabra (cfr. 1R 16,7-8).
Del mismo modo, consideraba que la mejor expresión de la obediencia eran las misiones entre los infieles:

“Pero consideraba máxima obediencia, y en loa que nada tendrían la carne y la sangre, aquella en la que por divina inspiración se va entre los infieles, sea para ganar al prójimo, sea por deseo de martirio. Estimaba muy acepto a Dios pedir esta obediencia”. (2Cel 152)
El hombre de Dios estaba realmente inspirado, había descubierto un bien del Altísimo. Ochocientos años más tarde la Iglesia quiere olvidar aquellas guerras desafortunadas. La misión entre los infieles se ha extendido y muchos creen que la práctica cristiana de rezar el Ángelus tres veces al día nació de la experiencia de Francisco entre los musulmanes, como puede inferirse de su “Carta a las autoridades de los pueblos”.
8. El ejemplo de Clara
En su Testamento, Clara se refiere a la obediencia que prometió a Francisco:

“Una vez que el altísimo Padre celestial, poco después de la conversión de nuestro beatísimo padre Francisco, se dignó, por su misericordia y gracia, iluminar mi corazón para que, a ejemplo y según la doctrina, hiciese yo penitencia, voluntariamente le prometí obediencia juntamente con las pocas hermanas que el Señor me había dado a raíz de mi conversión...” (TestCl 24-25)
Clara luchó hasta el fin por esa obediencia, con inteligencia, iluminada por la misericordia y la gracia de Dios. Desde 1216, cuando le fue impuesta la Regla de San Benito, hasta 1252, cuando tuvo la aprobación de la regla franciscana que ella había redactado, combatió junto a sus hermanas para sobrevivir a las reglas de Hugolino y de Inocencio IV.

Es delicioso descubrir la lúcida inteligencia de la santa para introducir en su “Forma de Vida” el espíritu libre del franciscanismo, a pesar de la rigidez de las leyes papales. El lector desprevenido puede creer que ella mantuvo todo el aparato de la clausura, el silencio y las penitencias tradicionales; pero no es así. Clara recuperó hábilmente el don de la vida fraterna, estableciendo “Silencio perpetuo” desde la oración de la noche hasta la oración de la mañana, abriendo la posibilidad de salidas especiales, de conversaciones normales y no por gestos, de hablar con la gente de afuera a través de la reja del coro, de iniciar un gobierno fraterno que ningún grupo religioso había conocido hasta entonces.

Jamás chocó con las autoridades y, sin embargo, obtuvo las autorizaciones que quería para observar aquello que el Dios Altísimo le había revelado.
9. Para experimentar
Trata de escribir en un papel los puntos principales que definen tu personalidad y tu trabajo. ¿Agradeces a Dios por esos bienes? ¿Estás convencido de que esto es lo que Dios espera de ti?

¿Asumes personalmente todo lo que heces? ¿Nunca te disculpas detrás de permisos, dispensas, órdenes? ¿Conversas con tus superiores sobre lo que se debe hacer? ¿Y con tus subalternos?

Toma nota de las cosas de Dios que descubres en las personas más cercanas, sobre todo en los hermanos o hermanas que Dios te dio. ¿Eres capaz de tener actitudes nuevas con ellos, más allá de lo que piense la mayoría?

En alguna ocasión habrás estado en desacuerdo con tus superiores o con la gente de tu entorno. Ahora, a la distancia ¿sientes que aquello se debió a una sincera visión de las cosas de Dios? Si, en cambio, siempre estuviste de acuerdo con todo el mundo ¿será que viviste haciendo el bien?

En ocasiones ¿no obedeces por miedo? ¿Al menos por miedo a no ser aceptado?

5. Del cuerpo al Espíritu

1. Introducción
Francisco dijo que el cuerpo debe obedecer al espíritu. Al respecto, San Buenaventura presenta un pasaje muy interesante:

“Se abrasaba también en el ardiente deseo de volver a la humildad de los primeros tiempos, para servir, como al principio, a los leprosos y reducir a la antigua servidumbre su cuerpo, desgastado ya por el trabajo y el sufrimiento” (LM 14,1).
¿Cómo interpretar esta división en nuestro ser? ¿Como un espíritu que manda y un cuerpo que obedece, o como un cuerpo que tiene la alegría de recibir los bienes de Dios que nos vienen por el espíritu?

Los textos de la Fuentes Franciscanas son muy variados y ambiguos. ¿Habrá tenido Francisco -al menos alguna vez- una visión negativa del cuerpo? ¿Habrá pensado que necesitaba castigarlo? Él, que se gozaba con las estrellas, los animales y las plantas ¿habrá contemplado las maravillas de Dios en el cuerpo humano?
2. Una cuestión importante
Históricamente existe una tendencia a separar el cuerpo del alma; fue la doctrina de los antiguos Persas, de los maniqueos y de los cátaros contemporáneos de Francisco. El cuerpo fue considerado enemigo del alma o, al menos, simple lugar e instrumento de la misma; un agregado del espíritu, provisorio y precario.

A veces pensamos que, por su concepción negativa del cuerpo, los antiguos santos exageraron su mortificación.

Pero la medicina de hoy en día, también separa el cuerpo del alma. En general se olvida del alma. El cuerpo es visto como una máquina, un complejo natural que aún no conocemos totalmente. Se trabaja con pequeños descubrimientos y los enfermos son tratados, apenas, para interferir en los procesos físicos: ADN, neuronas, glándulas...

Algo semejante piensan quienes creen que todas las tentaciones y pecados vienen del cuerpo, del sexo, de una irresistible voluntad de comer o beber. Según Celano, parece que así pensaba Francisco:

“La carne es el mayor enemigo del hombre: no sabe recapacitar nada para dolerse; no sabe prever para temer; su afán es abusar de lo presente. Y lo que es peor -añadía-, usurpa como de su dominio, atribuye a gloria suya los dones otorgados al alma, que no a ella; los elogios que las gentes tributan a las virtudes, la admiración que dedican a las vigilias y oraciones, los acapara para sí; y ya, para no dejar nada al alma, reclama el óbolo por las lágrimas”. (2Cel 134)
En este pasaje observamos algo muy curioso. Si la carne “piensa y prevé”, no se la puede confundir con el cuerpo material que somos; si “no deja nada para el alma”, debe ser algo que actúa sobre el cuerpo y sobre el alma. Resulta evidente que -al menos en este caso- la “carne” es el ser humano rebelado contra Dios.

Para aclarar las cosas veamos otros textos. Los primeros parecen tener una visión negativa del cuerpo; los siguientes una visión positiva. ¿Cuál será nuestra conclusión?
3. Una visión negativa
Ciertos textos de la Fuentes enseñan que el cuerpo debe obedecer al espíritu, porque el cuerpo es nuestro enemigo. Así dice San Buenaventura:

“De allí, el amante de toda humildad se dirigió a prestar servicios a los leprosos... para que, saturado de oprobios, pudiera someter la arrogancia de la carne a la ley del espíritu y, abatido el enemigo doméstico, conseguir pacíficamente el dominio de sí mismo”. (Lm 1,8)
Esta forma de ver el cuerpo, también la encontramos en un escrito del mismo Francisco:

“Hay muchos que, al pecar o al recibir una injuria, echan frecuentemente la culpa al enemigo o al prójimo. Pero no es así; porque cada uno tiene en su dominio al enemigo, o sea, al cuerpo, mediante el cual peca. Por eso, dichoso aquel siervo que a tal enemigo, entregado a su dominio, lo mantiene siempre cautivo y se defiende sabiamente de él; porque, mientras hiciere esto, ningún otro enemigo visible o invisible le podrá dañar”. (Adm 10)
Y, refiriéndose a los enfermos, hace escribir en la Regla:

“... o si quizá pide con ansia medicinas, preocupado en demasía por la salud de la carne, que no tardará en morir y es enemiga del alma, esto le viene del maligno, y él es carnal, y no parece ser de los hermanos, porque ama más el cuerpo que el alma”. (1R 10,4)
Según Celano, en cierta ocasión increpó a los espíritus malignos diciendo:

“De parte de Dios todopoderoso, os digo, demonios, que hagáis en mi cuerpo cuanto os es permitido. Lo sufro con gusto, pues, como no tengo enemigo mayor que el cuerpo, me vengaréis de mi adversario cayendo sobre él en vez de mí. En consecuencia, los demonios que se habían adunado para aterrorizar el espíritu del Santo, viendo un espíritu muy decidido en carne flaca, se disipan al punto llenos de confusión”. (2Cel 122)
Está claro que, tales ideas, conducirían a la conclusión a que se llega en la “Segunda Carta a los Fieles”:

“Debemos aborrecer nuestros cuerpos con sus vicios y pecados, porque dice el Señor en el Evangelio: todos los males, vicios y pecados salen del corazón (Mt 15,18-19; Mc 7,23)” (2CtaF 37)
Nosotros preguntamos, ese corazón ¿será el órgano, el músculo que forma parte de nuestro cuerpo? Según el evangelio de Mateo de él proceden la mentira y las malas intenciones; sin embargo, ni Mateo ni Francisco eran tan materialistas. Por eso podemos concluir que, en este pasaje, el cuerpo no se refiere a nuestro aspecto material: es una forma de hablar de nosotros mismos, en cuanto opuestos a Dios.
4. Una visión positiva
Existen también muchos pasajes en los que, tanto Francisco como sus biógrafos, presentan una visión del cuerpo mucho más positiva. Veamos algunas:

“Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza y poder, con todo el entendimiento, con todas las energías, con todo el empeño, con todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los deseos y quereres, al Señor Dios, que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida; que nos creó, nos redimió y por sola su misericordia nos salvará...” (1R 23,8)
“(Y somos) madres, cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo damos a luz por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de otros” (2CtaF 53)
Es muy interesante el episodio que refiere Celano; Francisco quiere escuchar música para consolar todo su cuerpo, no sólo los oídos:

Durante su permanencia en Rieti para la cura de los ojos, llamó un día a uno de sus compañeros, que en el mundo había sido citarista, y le dijo:

“Hermano, los hijos de este siglo no entienden los misterios divinos. Hasta los instrumentos músicos, destinados en otro tiempo a las alabanzas de Dios, los ha convertido ahora la sensualidad de los hombres en placer de los oídos. Quisiera, pues, hermano, que trajeras en secreto de prestado una cítara y compusieras una bella canción, a cuyo son aliviaras un poco al hermano cuerpo, que está lleno de dolores”.

Le respondió el hermano:

“Padre, me avergüenzo mucho por temor de que la gente vaya a sospechar que he sido tentado por esta minucia”. “Dejémoslo entonces, hermano -replicó el Santo-, que es conveniente renunciar a muchas cosas para que no se resienta el buen nombre”.

La noche siguiente, en vigilia el santo varón y meditando acerca de Dios, de pronto suena una cítara de armonía maravillosa, que enhila una melodía finísima. No se veía a nadie, pero el oído percibía por la localización del sonido que el que tañía y cantaba se movía de un lado a otro. Finalmente, arrebatado el espíritu a Dios, el Padre santo, al oír la dulcísona canción, goza de lleno tales delicias, que piensa haber pasado al otro siglo. Al levantarse al amanecer, el Santo llama al dicho hermano y, tras haberle contado al detalle lo sucedido, añade:

“El Señor, que consuela a los afligidos, no me ha dejado nunca sin consuelo. Mira: ya que no he podido oír la cítara tocada por los hombres, he oído otra más agradable”. (2Cel 126)
En los escritos de Clara no encontramos textos negativos. Los dos que siguen, hermosos, pertenecen a su Tercera Carta a Inés de Praga:

“La gloriosa Virgen de la vírgenes lo llevó materialmente: tú, siguiendo sus huellas, principalmente las de la humildad y la pobreza, puedes llevarlo espiritualmente siempre, fuera de toda duda, en tu cuerpo casto y virginal; de ese modo contienes en ti a quien te contiene a ti y a los seres todos...” (3Cta 24-26)
“Mas nuestra carne no es de bronce, ni nuestra fortaleza es de piedra, sino que somos por naturaleza frágiles, y fáciles a toda flaqueza corporal; te lo digo porque he oído que te has propuesto un indiscreto rigor en la abstinencia, por encima de tus fuerzas; y te ruego, carísima, y te suplico en el Señor que desistas de él sabia y discretamente, para que así, conservando la vida, alabes al Señor y le ofrezcas tu obsequio espiritual y tu sacrificio sazonado con sal”. (3Cta 38-41)
5. Cuestión de palabras
No hay que preocuparse por estos pasajes que suenan tan contradictorios entre sí. Cuando leemos a Francisco u otros autores de su tiempo, debemos recordar que su vocabulario no es muy preciso o que, al menos, no es exactamente nuestro vocabulario.

¿Qué entendía Francisco por “cuerpo”? Algunas veces parece referirse a nuestros aspectos materiales, verdadero don de Dios, tanto como nuestra alma. Otras se puede entender como el lugar que recibe y cobija el alma. Pero también se lo puede entender como el origen de nuestras tentaciones y pecados.

El texto que sigue demuestra que, Francisco, tuvo una visión muy equilibrada de la doctrina católica:

“Repara, ¡oh hombre!, en cuan grande excelencia te ha constituido el Señor Dios, pues te creó y formó a imagen de su querido Hijo según el cuerpo y a su semejanza según el espíritu”. (Adm 5,1)
Pero este otro pasaje de las “Admoniciones”, sugiere que “cuerpo” podría ser un sinónimo de la palabra “Yo”:

“Hay muchos que permanecen constantes en la oración y en los divinos oficios y hacen muchas abstinencias y mortificaciones corporales, pero por una sola palabra que parece ser injuriosa para sus cuerpos o por cualquier cosa que se les quite, se escandalizan y en seguida se alteran. Estos tales no son pobres de espíritu; porque quien es de verdad pobre de espíritu, se odia a sí mismo y ama a los que le golpean la mejilla”. (Adm 14)
6. Francisco y los Cátaros
El tiempo y el ambiente de Francisco fueron dominados por una herejía que lo ayudó a clarificar sus ideas respecto del cuerpo. Para los cátaros, sucesores medievales de los maniqueos y de la religión de Zoroastro, todas las cosas materiales -especialmente nuestro cuerpo- eran obra del dios del mal, de las tinieblas, de la materia. Sólo el espíritu era del Dios de la luz y del bien. En este contexto, Francisco tuvo que demostrar con total claridad que, para él, tanto el alma como el cuerpo eran obra de un solo Dios, el del Bien, el Sumo Bien.

Una prueba interesante de este trasfondo son las dos redacciones de la “Carta los Fieles”. La segunda, mucho más extensa, fue escrita ocho años después que la primera, cuando muchos de los seguidores de Francisco podrían estar a merced de la predicación de los cátaros. En ella expone claramente la doctrina católica, sin jamás agredir ni mencionar a los herejes.

Francisco subraya que, Jesús, fue concebido en el seno de la Virgen María. Los herejes, en cambio, enseñaban que la concepción había sido ficticia, para que el Dios del bien no pareciera ceder ante el dios del mal; también decían que, María, había concebido y dado a luz por el oído.

En tales circunstancias también resulta significativo que la “Regla” permita comer de todo. Sabemos que al volver de Egipto, indignado, Francisco terminó con la prohibición de comer carne que sus vicarios habían introducido en la Orden. Para él, tanto la materia como el espíritu son de Dios.
7. ¿Someter por el dolor?
Francisco y Clara, como la mayoría de los santos antiguos, hacían muchas mortificaciones. ¿Para qué?

Hoy en día, cada vez tenemos más dificultades para comprender el sentido de aquellos sacrificios y penitencias. No sabemos si eran una forma de castigar al cuerpo por los errores cometidos (¿los habría cometido él solo?), o para sofocar posibles rebeliones, o para hacerle saber que Dios es el único soberano. Tampoco sabemos si es el amor a los demás o a una causa, lo que nos lleva a privarnos de aquello que nos gustaría disfrutar.

¿Cuál puede ser el valor espiritual de atormentar nuestro cuerpo? El biógrafo de Francisco nos dejó un texto clásico sobre la mortificación:

“El bizarro caballero de Cristo no tenía miramiento alguno con su cuerpo, al cual, como a extraño, le exponía a toda clase de injurias de palabra y de obra. Quien intentara enumerar sus sufrimientos sobrepasaría el relato del apóstol, que cuenta los que padecieron los santos. Otro tanto habría que decir de aquella primera escuela de hermanos, que se sometía a toda clase de incomodidades, hasta el punto de considerar vicioso complacerse en algo que no fuera consuelo del espíritu. Y hubieran desfallecido muchas veces al rigor de los aros de hierro y cilicios con que se ceñían y vestían, de las prolongadas vigilias y continuos ayunos con que se maceraban, de no haberse atenuado, por reiterados avisos del piadoso pastor, la dureza de tan gran mortificación”. (2Cel 21)
Podríamos citar textos semejantes referidos a Clara.

¿Seguimos fielmente a nuestros santos? ¿Cómo vivir ese espíritu hoy? ¿Necesitamos ideas más claras para renovar nuestras prácticas de vida?

Tal vez todos podemos coincidir en algo: la necesidad de trabajar intensamente para recuperar y cultivar una mejor autodisciplina.
8. Conclusiones
La Admonición n° 15 es uno de los textos fundamentales de Francisco:

“Son verdaderamente pacíficos aquellos que, en medio de todas las cosas que padecen en este siglo, conservan, por el amor de nuestro Señor Jesucristo, la paz del alma y del cuerpo”. (Adm 15)
Aquí está la propuesta: trabajar para construir una perfecta armonía con Dios, en todo lo que somos y de todo lo que somos.

Nosotros no somos un compuesto de cuerpo y alma, que se combina en el nacimiento y se separa en la muerte. No tenemos un cuerpo y un alma; somos cuerpo y alma, hoy y para siempre. Es bueno recordar que, en una visión bíblica, esta separación no existe.
El alejamiento de Dios que viene con el deseo de ser como Dios, rompe el equilibrio interior de nuestro ser. Volver a Dios puede ayudarnos a recuperar, poco a poco, la paz; una paz que debe extenderse a todo, pero que nace en el interior de cada persona.

Muchas veces, nuestra dimensión espiritual -materialmente intocable e imponderable- influye sobre nuestro cuerpo, nuestra salud, nuestro bienestar. Pero también es cierto que, muchas veces, los problemas materiales, las heridas, la salud, el desgaste de la edad, influyen sobre nuestro ánimo, sobre aquello que llamamos alma.

Podemos entender la enseñanza de Francisco como una exhortación a que todo nuestro ser acoja y viva en plenitud los bienes de Dios. Que todo nuestro ser -los aspectos más materiales y los más espirituales- se oriente al Dios-Amor y no nos aparte de Él.

Este es el punto fundamental que todos debemos trabajar para ser obedientes.
9. Para experimentar
¿Ya has tenido síntomas de envejecimiento, en tu cuerpo, en tu alma? ¿Cuál es tu evaluación sabiendo que, de acuerdo con nuestra fe, creemos en la resurrección de la carne, es decir, sabemos vamos a vivir para siempre, renovados, pero con este cuerpo alma que somos?

¿Todavía practicas la mortificación, ayunos, abstinencias? ¿Qué es más fácil y oportuno, no comer carne o no ver televisión? ¿Tus mortificaciones tienen una motivación clara: castigar el cuerpo, someterlo, compartir los bienes con los más necesitados? ¿O son para cumplir alguna formalidad?

Como todo el mundo, muchas veces habrás tenido deseos e inclinaciones que preferirías no sentir. ¿Te parece que esas cosas vienen del cuerpo, de lo mucho que tenemos en común con los animales? ¿Tenemos algo en común con Dios?

Nuestro tiempo inventó muchas disciplinas para el cuerpo: dietas, cirugía plástica, pasatiempos obligatorios. ¿Qué podemos hacer para ser más de Dios? ¿Sólo rezas en espíritu? ¿Qué lugar ocupa el cuerpo en tu oración?

6. Obediencia Fraterna

1. Introducción
Antes de comenzar este capítulo es muy importante recordar los puntos fundamentales que hemos venido señalando: obedecer es corresponder al Bien, y todo Bien viene de Dios; es Dios que viene a nosotros.

Como el Bien de Dios puede venir a través de cualquier criatura, el que nos llega por medio de las personas debe ser un Bien muy especial. Un don especialísimo que el Señor pone a nuestro lado: hermanos y hermanas que día a día nos acercan el misterio infinito del Bien que nos transforma.

Pero más allá de revisar cómo entendemos a nuestros hermanos y hermanas, resulta fundamental que analicemos cómo estamos entendiendo al propio Dios. Por lo menos en un punto clave: hay quienes piensan que todos los bienes de este mundo fueron dispuestos para su beneficio personal. Entonces, Dios, es su mayor sirviente. Podrán ser muy “religiosos”, pero, en el fondo, se aprovechan de Dios.

Para vivir la obediencia es fundamental entender una cosa: a través de los bienes, Dios nos quiere transformar. Por supuesto que lo hace para nuestra propia realización, sin embargo, él no es nuestro sirviente, sino nuestro Señor y, en los bienes que de él recibimos, descubrimos constantemente cuál es su plan, cuál es su designio.
2. El Espíritu en cada uno
Al comienzo de sus respectivas reglas, Francisco y Clara subrayan que, cada uno de nosotros viene a nosotros movido por el Espíritu Santo que mora dentro de él o de ella. A partir de aquí se comprende toda la vida fraterna franciscana: confrontamos el misterio de Dios presente en cada uno de nosotros, para construir el Cristo de cada uno y el Cristo total.

En cada uno Dios es un don para todos. Pero no un don que utilizo para realizar mis planes personales y egoístas; un don que me abre permanentemente a la sorpresa sin fin del mundo de Dios.

Para aprovecharla, para que pueda transformarme, necesito estar abierto; cualquier rigidez impediría su acción.

La vida fraterna franciscana no es una vida comunitaria en la que, con nuestros bienes personales, contribuimos al bien común; tampoco es lo más importante obedecer leyes y reglamentos comunes, tener casa, trabajo y objetos en común. La vida fraterna franciscana es descubrir todos los días, con alegría, los cuestionamientos y llamados que Dios no deja de hacernos.

Francisco legó a la Iglesia un nuevo sistema de vida religiosa: la fraternidad. Por eso su grupo no tenía casa, ni superiores, ni trabajos comunes; ellos descubrían cada día, los unos en los otros, cuál era la voluntad de Dios.

El animador de este grupo no era un jefe, era un “ministro”, un servidor encargado de que todos los hermanos pudieran hablar y ser escuchados para, así, descubrir lo que el Espíritu les inspiraba.
3. Estar al servicio
El siguiente pasaje de la Regla señala uno de los ejes fundamentales de la obediencia franciscana:

“...por la caridad del Espíritu, sírvanse y obedézcanse unos a otros de buen grado. Y ésta es la verdadera y santa obediencia de nuestro Señor Jesucristo”. (1R 5,14-15)
Toda la Regla franciscana consiste en vivir el Evangelio. Entre nosotros, vivir el Evangelio significa servirse unos a otros para que todos “tengan vida en abundancia” y, de hecho, reciban la Buena Noticia.

Es por eso que, aún hablando de la obediencia al ministro, Francisco se refiere a la obediencia fraterna, al servicio mutuo. Para él la obediencia no es -como para otros maestros de la vida religiosa- una virtud ligada a la justicia y fundamentada en la humildad. Para Francisco, el fundamento de la obediencia es la “caridad”.

Por eso cantó en el Saludo a las virtudes:

“¡Señora santa caridad, el Señor te salve con tu hermana la santa obediencia!... La santa caridad confunde todas las tentaciones diabólicas y carnales y todos los temores carnales. La santa obediencia confunde todos los quereres corporales y carnales; y mantiene mortificado su cuerpo para obedecer al espíritu y para obedecer a su hermano...” (SalVir 3.13-15)
Según Francisco, Clara y todos los franciscanos y franciscanas, este servicio fraterno es lo que da un sentido especial a la fraternidad. Ella no es una asociación de personas con fines comunes; Dios mismo las convoca para descubrir, día a día, unas en otras, que todo bien viene de Dios, para servicio de los hermanos y de las hermanas.
4. El Eremitorio
La propuesta del eremitorio franciscano resulta fundamental para definir el sentido de la obediencia fraterna. Veamos el texto:

“Los que quieran llevar vida religiosa en eremitorios, sean tres hermanos o, a lo más, cuatro. Dos sean madres y tengan dos hijos o, al menos, uno. Los dos que son madres sigan la vida de Marta, y los dos hijos sigan la vida de María. Y tengan un claustro, y en él cada uno su celdita, para orar y dormir. Y digan siempre las completas de día en cuanto se ponga el sol; y procuren guardar silencio; y digan sus horas; y levántense a la hora de maitines; y busquen primero el Reino de Dios y su justicia. Y digan prima a la hora conveniente, y después de tercia interrumpan el silencio y puedan hablar e ir a sus madres. Y, cuando les agrade, puedan pedir limosna a las madres, como pobres pequeñuelos, por el amor del Señor Dios. Y después digan sexta y nona; y digan vísperas a la hora conveniente. Y en el claustro donde moran no permitan que entre ninguna persona ni coman en él. Los hermanos que son madres procuren permanecer lejos de toda persona, y por obediencia a su ministro protejan a sus hijos de toda persona, para que nadie pueda hablar con ellos. Y los hijos no hablen con ninguna persona, sino con sus madres y con su ministro y custodio, cuando éste tuviera a bien visitarlos con la bendición del Señor Dios. pero los hijos tomen a veces el oficio de madres, tal como les parece establecer los turnos para alternarse de manera que procuren guardar solícita y esperadamente todo lo dicho anteriormente”. (REr)
El texto es un poco largo pero me pareció conveniente copiarlo completo, así queda bien claro este aspecto tan importante de la obediencia.

Si el bien de Dios viene a nosotros especialmente por medio de los hermanos que él nos dio, resulta fundamental protegerlos y ayudarlos en la oración; para que no pierdan la comunión con el Señor, que es la fuente de todo bien.

Del mismo modo debemos dejar que los hermanos nos ayuden a vivir nuestra oración; por que, sólo somos hermanos en la medida en que comunicamos el bien de Dios que está en nosotros.

De allí la importancia de los tres puntos fundamentales: entregarse libremente a la propia oración; proteger la oración del hermano; compartir la oración como madres e hijos: escuchando y hablando.

Somos hermanos en la medida en que vivimos nuestra comunión con Dios a través de la Oración.
5. Conflictos
En cualquier grupo de hermanos -especialmente en aquellos reunidos en el espíritu- es natural que surjan conflictos; hay personas de distinta generación, formadas en familias y ambientes muy diversos, con sus convicciones muy arraigadas. Tanto los defectos como las cualidades pueden ser motivo de conflicto. Porque, los bienes de Dios, están mezclados con muchos otros valores que también se presentan como “bienes”; aunque se trate de cosas establecidas hace muchos siglos por hombres sin Dios.

Es por eso que necesitamos de la ayuda fraterna, para descubrir, poco a poco, los bienes de Dios que están envueltos en tantas otras falsedades.

Uno de los primeros desafíos es vivir en medio de los conflictos sin caer en la competencia. Cuando queremos saber quién es más o quién puede más, estamos matando la vida fraterna.

Entre nosotros, el más, siempre es Dios, que es todo Bien; y como Él es todo lo que tenemos, no hay lugar para disputas.

Nadie puede juzgarse mejor en nada, porque todos nuestros bienes son prestados y, siempre, para beneficio de todos.

Si, por ejemplo, yo tengo un don evidentemente mejor que el de mi hermano, si canto o hablo mejor, esta cualidad sirve en tanto es obediencia; es decir, en tanto está puesta al servicio de los demás.

Si yo me apodero de una cualidad y la siento sólo mía -adquirida por mí, para mi uso exclusivo- me estaría endiosando, engañándome, confundiendo mi verdadero yo.

Pero, hoy en día, no todos los conflictos se expresan por medio de la competencia; algunas veces son conflictos interiores los que proyectamos sobre nuestra fraternidad. Otras veces son conflictos, también, exteriores; porque, en general y por sobre todas las cosas, nuestras fraternidades son grupos de trabajo: no soportamos al que produce poco, al que quiere hacer las cosas de otra manera, al de carácter fuerte, al que tiene enfermedades físicas, psíquicas o espirituales...

En lugar de alegrarnos por la lluvia de bienes que Dios nos envía a través de los hermanos, con frecuencia, jugamos a quién aguanta más; o nos dirigimos a quien tiene autoridad para transferir alguna persona y le comunicamos que “no la aguantamos más”.

A esta altura no debemos olvidar que, con el paso del tiempo, las fraternidades franciscanas se fueron adaptando a otras formas de vida religiosa: en general, todas nuestras fraternidades necesitan transformarse para redescubrir su sentido original.
6. Críticas y Correcciones
A través de nuestros hermanos, no siempre recibimos bienes de Dios, ni siempre los aprovechamos del modo más conveniente. Por eso, vivir la obediencia fraterna, exige de nosotros mucho espíritu crítico y la capacidad de hacer correcciones. En las “Admoniciones”, Francisco nos dejó recomendaciones importantes. Recordaremos algunas.

Vivimos entre personas como nosotros, con limitaciones y debilidades; no somos santos y arrastramos problemas de larga data. Entonces, Francisco nos dice:

“Dichoso el que soporta a su prójimo en su fragilidad como querría que se le soportara a él si estuviese en caso semejante. Dichoso el siervo que restituye todos los bienes al Señor Dios, porque quien se reserva algo para sí, esconde en sí mismo el dinero de su Señor Dios, y lo que creía tener se le quitará”. (Adm 18)
Muchas veces las debilidades son físicas: el que en otro tiempo nos ayudaba tanto, pasa a ser como un miembro inútil, un peso muerto para nosotros. Para encaminarnos en la obediencia, Francisco recuerda que es:

“Dichoso el siervo que ama tanto a su hermano cuando está enfermo y no puede corresponderle como cuando está sano y puede corresponderle”. (Adm 24)
En ocasiones no son las carencias del hermano las que nos molestan, por el contrario es alguno de sus bienes que nos ofende, por que nos perjudica o, al menos, así lo percibimos. No hay nada de malo en crecer y mejorar aprovechando cuanto sea posible las buenas cualidades de las personas que Dios puso a nuestro lado; lo malo es intentar destruirlas porque nos hacen sombra. Para ese momento especial, Francisco recuerda que todos los bienes son de Dios, y que la envidia sería una agresión al propio Señor que nos ama:

“... todo el que envidia a su hermano por el bien que el Señor dice o hace en él, incurre en el pecado de blasfemia, porque envidia al Altísimo mismo, que es quien dice y hace todo bien”. (Adm 8)
Sin embargo, el mayor problema no es cuando los demás nos incomodan, sino cuando nosotros mismos somos juzgados piedra de tropiezo y nuestros hermanos, preocupados, deben encarar la dura tarea de corregirnos. En ocasiones recibir esa ayuda será tarea fácil; en otras parece el fin del mundo. Al respecto es interesante recordar las palabras del Santo:

“Dichoso el siervo capaz de soportar con igual paciencia la instrucción, acusación y reprensión que le viene de otro como si se la hiciera él mismo. Dichoso el siervo que, al ser reprendido, acata benignamente, se somete con modestia, confiesa humildemente y expía de buen grado. Dichos el siervo que no tiene prisa para excusarse y soporta humildemente el sonrojo y la reprensión por un pecado en el que no tiene culpa”. (Adm 22)
Esto debe ayudarnos a examinar como son las correcciones que, con o sin animosidad, hacemos a nuestros hermanos y hermanas.

Pero existe otro mal, más común y traicionero que, con frecuencia, impide la práctica de nuestra obediencia fraterna: las murmuraciones y críticas hechas por la espalda. Aquí está nuestra amonestación:

“Dichoso el siervo que tanto ama y respeta a su hermano cuando está lejos de él como cuando está con él, y no dice a sus espaldas nada que no pueda decir con caridad delante de él”. (Adm 25)
7. El Hermano es lo más importante
En otras propuestas religiosas, igualmente válidas, se dice que lo importante es hacer la voluntad de Dios. Y la voluntad de Dios se revela en los superiores, y en el conjunto de normas establecidas a lo largo del tiempo para constituir un vida bien disciplinada.

Para Francisco y Clara la voluntad de Dios se revela principalmente a través de los hermanos y hermanas, y esto cambia radicalmente algunas perspectivas. Vamos a recordar dos ejemplos, muy conocidos, de las “Fuentes Franciscanas”:

“Una noche, mientras los demás descansan, una de sus ovejas rompe a gritar: Hermanos, ¡que me muero, que me muero de hambre! Se levanta luego el egregio pastor y corre a llevar el remedio conveniente a la oveja desfallecida. Manda preparar la mesa, y ésta bien provista de exquisiteces rústicas, en las que, como muchas otras veces, el agua suple la falta de vino. Comienza a comer él mismo, y, para que el pobre hermano no se avergüence, invita a los demás a hacer la misma obra de caridad”. (2Cel 22)
Me parece interesante observar que también el hambre es un don de Dios, y que la necesidad del hermano fue más importante que el ayuno y los horarios. Pero el don que vino por intermedio de Francisco fue su proceder, pronto y amable, con el hambriento y con los otros hermanos. Lo mismo se repitió en otro ejemplo:

“Enterado un día de las ganas de comer uvas que tenía un enfermo, lo llevó a la viña y, sentándose bajo una vid, comenzó a comerlas para animar al enfermo a que las comiera”. (2Cel 176)
La viña ¿sería de los hermanos? De inmediato, Francisco percibe en el hermano un deseo que podía satisfacer; pero también se ocupa de animarlo.
8. Para experimentar
¿Te has interesado por la vida de oración de tus hermanos y hermanas? ¿Hablas con ellos de estas cosas? ¿Proteges la vida de oración de tus hermanos y hermanas? ¿Te parece que ellos podrían hacer lo mismo contigo? ¿Qué haces para compartir el don de tu oración con las personas que Dios te ha dado?

Tal vez tengas muchos o pocos años de vida fraterna; si te lo preguntaran ¿Podrías decir cuáles fueron los principales dones que, en esos años, recibiste de cada hermano y de cada hermana? ¿Fueron más de lo que pudiste aprovechar o te ayudaron a transformar tu vida?

Eres un don de Dios para tus hermanos y hermanas. ¿Podrías decir cuáles fueron los dones particulares con los que Dios, por tu presencia, enriqueció a tus hermanos? ¿Has descubierto cómo esos dones proceden de Dios?

¿Cómo manejan los conflictos en tu fraternidad; los ignoran, los hacen a un lado? Recuerda algo positivo que hayan hecho para aprovecharlos.

En tu fraternidad ¿dan más importancia al trabajo, a la observancia regular, los horarios, etc...? ¿Qué cosas cambiarían si dieran más importancia a los dones particulares que cada hermano o hermana tiene para ofrecer de parte de Dios?

No dejes de reflexionar sobre tu forma de hacer y recibir correcciones fraternas. Revisa también, en fraternidad, el trabajo en los capítulos locales, sobre todo para terminar con esa crítica irresponsable tan destructiva.

7. Obedecer a todas las criaturas

1. Introducción
San Francisco es, quizás, el santo más conocido en todo el mundo; por su gran amor a los animales y a toda criatura, mucha gente lo considera un poeta. Para nosotros este amor, a las criaturas, incluso irracionales e inanimadas, es muy importante y debemos reflexionar en él; allí está una de sus mayores lecciones de obediencia: la de su propia obediencia.

Las biografías abundan en pasajes interesantes de los cuales citaremos algunos. Entre sus escritos sobre este punto, se destaca el “Cántico del Hermano Sol” pero, para el tema de la obediencia, es probable que el texto principal se encuentre en el “Saludo a las Virtudes”:

“La santa obediencia confunde todos los quereres corporales y carnales; y mantiene mortificado su cuerpo para obedecer al espíritu y para obedecer a su hermano, y lo sujeta y somete a todos los hombres que hay en el mundo; y no sólo a los hombres, sino aun a todas las bestias y fieras, para que, en cuanto el Señor se lo permita desde lo alto, puedan hacer de él lo que quieran”. (SalVir 14-18)
¿Por qué Francisco quería someterse a las bestias y fieras? Tal vez por haber percibido que cualquier criatura cumple la voluntad de Dios mejor que nosotros, como lo dice en la Admonición n° 5:

“Y todas las criaturas que están bajo el cielo sirven, conocen y obedecen, a su modo, a su Creador mejor que tú”. (Adm 5,2)
Evidentemente el motivo principal es que, Francisco, miraba las criaturas con los “ojos del espíritu”, y sólo veía en ellas la inmensa variedad de bienes que nos hablan Dios, el único Bien. Para él, “obedecer a las criaturas” significa corresponder al bien de Dios que nos llega a través de cada una de ellas.
2. Cosas malas y cosas buenas
Con frecuencia tenemos una gran sensibilidad para las cosas malas: reaccionamos ante ellas, intentamos librarnos lo antes posible, buscamos culpables... Muchas veces tenemos la impresión de vivir rodeados de cosas malas.

Sin embargo no es verdad; las cosas buenas son infinitamente más numerosas. El problema está en que, generalmente, pensamos que nos ocurren cosas buenas porque las merecemos; entonces no les prestamos atención, no agradecemos, no lo comentamos con los demás. Son pocos los que piensan en la comida que tienen; casi nadie recuerda lo buena que es el agua, para beber, para bañarse, para tantos usos. ¿Cuántas veces nos detenemos a contemplar el paisaje, la belleza de las flores, la distribución de las hojas? ¿Seremos concientes de tantas cosas buenas que recibimos a diario, de las personas que pasan por nuestra vida?

Según las biografías, la actitud de Francisco era muy diferente:

“Este feliz viador, que anhelaba salir del mundo, como lugar de destierro y peregrinación, se servía, y no poco por cierto, de las cosas que hay en él (...) se valía, en efecto (...) en cuanto a Dios, como de espejo lucidísimo de su bondad. En una obra cualquiera canta al Artífice de todas; cuanto descubre en las hechuras, lo refiere al Hacedor. Se goza en todas las obras de las manos del Señor, y a través de tantos espectáculos de encanto intuye la razón y la causa que les da vida. En las hermosas reconoce al Hermosísimo; cuanto hay de bueno le grita: “El que nos ha hecho es el mejor”. Por la huellas impresas en las cosas sigue por dondequiera al Amado, hace con todas una escala que sube hasta el trono”. (2Cel 165)
Este es uno de los puntos fundamentales de la obediencia franciscana: percibir las cosas buenas, percibir que vienen de Dios, usar de ellas con reconocimiento, aunque más no sea contemplándolas. Y, por su puesto, alabando a su Autor.
3. La luz de los ojos
Quien lee los escritos y biografías de Francisco y Clara, queda impresionado por la permanente alusión a los ojos, a nuestra capacidad de visión. Ciertamente miraban con los ojos no sólo del espíritu, sino también del cuerpo; para ver en la naturaleza las cosas buenas de Dios.

Este texto sobre Francisco nos ayudará a comprender mejor lo que estamos diciendo:

Solía decir: “Por la mañana, a la salida del sol, todo hombre debería alabar a Dios que lo creó, pues durante el día nuestros ojos se iluminan con su luz; por la tarde, cuando anochece, todo hombre debería loar a Dios por esa otra criatura, nuestro hermano el fuego, pues por él son iluminados nuestros ojos de noche”.

Y añadió:

“Todos nosotros somos como ciegos, a quienes Dios ha dado la luz por medio de estas dos criaturas. Por eso debemos alabar siempre y de forma especial al glorioso Creador por ellas y por todas las demás de las que a diario nos servimos”. (LP 83)
Tenemos que aprender a usar la luz del sol, el fuego, la electricidad y el amor de Dios, para percibir que estamos rodeados de maravillas.

En el Proceso de Clara, también encontramos un pasaje muy interesante:

“Declaró asimismo que, cuando la santísima madre enviaba fuera del monasterio a las hermanas serviciales, les exhortaba a que, cuando viesen árboles bellos, floridos y frondosos, alabasen a Dios; y que, igualmente, al ver a los hombres y a las demás criaturas, alabasen a Dios siempre, por todas y en todas las cosas”. (Pro 14,9)
4. Directo al Origen
Francisco y Clara nos enseñan que no debemos ser como aquellas personas para las cuales, toda la creación es obra de la casualidad o de la naturaleza. Ellos, en cambio, nunca se prendaban de las criaturas, por que sabían que todo tiene un Autor, alguien que con mucho amor lo hizo todo para nosotros. La mínima hojita que atrae nuestra atención es una palabra de amor, por la cual Dios conversa con nosotros. Quien tiene sensibilidad para percibir esto, en verdad “obedece”, porque responde a las palabras de Dios:

¿Quién podrá expresar aquel extraordinario afecto que le arrastraba en todo lo que es de Dios? ¿Quién será capaz de narrar de cuánta dulzura gozaba al contemplar en las criaturas la sabiduría del Creador, su poder y su bondad? En verdad, esta consideración le llenaba muchísimas veces de admirable e inefable gozo viendo el sol, mirando la luna y contemplando las estrellas y el firmamento. ¡Oh piedad simple! ¡Oh simplísima piedad! (1Cel 80)
Todo adquiere una dimensión mucho mayor cuando recordamos que toda Palabra de Dios es Jesucristo y que, por lo tanto, todo lo que es bello, bueno, agradable e interesante -aún las criaturas inanimadas- es palabra de la Palabra: Dios se acuerda de nosotros, pensó en mí cuando creó esa planta o esa piedra hace millones de años, y está esperando que yo entienda su cariño y le corresponda con mi amor.

También San Buenaventura comentó de Francisco:

“Mas para que todas las criaturas le impulsaran al amor divino, exultaba de gozo en cada una de las obras de as manos del Señor y por el alegre espectáculo de la creación se elevaba hasta la razón y causa vivificante de todos los seres. En las cosas bellas contemplaba al que es sumamente hermoso y mediante las huellas impresas en las criaturas buscaba por doquier a su Amado, sirviéndose de todos los seres como de una escala para subir hasta Aquel que es todo deseable”. (LM 9,1)
5. Contener todas las cosas
En su relación con las criaturas, Francisco y Clara dan una de las mayores lecciones de su pobreza: todas las cosas están a nuestra disposición, siempre y cuando no nos apropiemos de ellas, sino que, usándolas, las tengamos como prestadas.

Y hay otro aspecto, tal vez, más profundo: a quien nosotros debemos poseer es a Dios, el Bien Total que se nos da entero. Teniéndolo a Él, lo tenemos todo. Al respecto hay un interesante pasaje en las cartas de Clara:

“... de ese modo contienes en ti a quien te contiene a ti y a los seres todos, y posees con Él el bien más seguro, en comparación con las demás posesiones, tan pasajeras, de este mundo”. (3Cta 26)
No es una afirmación gratuita; está muy bien fundamentada por el Libro de la Sabiduría cuando dice que el Espíritu del Señor “mantiene unidas todas las cosas” (Sab 1,7); y por la Carta a los Colosenses: “Él existe antes que todas las cosas y todo subsiste en Él”. (Col 1,17)
Es fácil concluir que, quienes contienen a Dios y -con Él- a todas las cosas, alcanzan la más perfecta armonía: la obediencia.
6. Inocencia original
Uno de los textos más interesantes de San Buenaventura es el comienzo del capítulo 8 de la “Leyenda Mayor”; al referirse a la santidad de Francisco dice:

“... y por la reconciliación universal con cada una de las criaturas, lo retornaba al estado de inocencia”. (LM 8,1)
De hecho, cuando en el libro del Génesis, la Biblia describe la perfecta armonía del hombre con Dios, dice que vivía en paz con la criaturas: Adán y Eva cuidaban de todas las criaturas y se entendían con ellas. Por eso dice San Buenaventura en otro pasaje:

“Y como había llegado a tan alto grado de pureza que, en admirable armonía, la carne se rendía al espíritu, y éste, a su vez, a Dios, sucedió por designio divino que la criatura que sirve a su Hacedor se sometiera de modo tan maravilloso a la voluntad e imperio del Santo”. (LM 5,9)
Por lo mismo las biografías abundan en situaciones donde los pájaros, los peces y otros animales, obedecían a su voz alegremente. Si Jesús dijo que, quien tuviera la fe como un grano de mostaza podría mover una montaña, ciertamente no se necesitan poderes mágicos o extraordinarios. Francisco nos enseña que todo se reduce a ubicarnos en la naturaleza, como quien obedece profundamente al Bien que es Dios.

Veamos otro pasaje:

“De aquí que todas las criaturas se esmeran en corresponder con amor al amor del Santo y -como se merece- con muestras de agradecimiento. Cuando las acaricia, le sonríen; cuando les pide algo, acceden; obedecen cuando les manda”. (2Cel 166)
Aquí es importante recordar que, más que una descripción del pasado, el relato de Adán y Eva es una utopía: un sueño del futuro que podemos y debemos alcanzar. Nos vamos acercando...
7. Oraciones de alabanza
Algunas veces nuestra visión de la obediencia es muy estrecha porque, en general, ella consiste en una pesada obligación: hacer lo que quieren los demás y no lo que queremos nosotros.

Francisco y Clara nos ayudan a abrir el horizonte enseñándonos que, a lo sumo, estaríamos cediendo a nuestros caprichos. Porque, obedecer, es encontrar y realizar lo mejor para nosotros, que el Dios que nos ama nos da con todo cariño.

Junto a esta lección fundamental, existe una práctica básica y radical: somos obedientes cuando desbordamos en alabanzas por todas las cosas buenas que vamos descubriendo en nuestra peregrinación hacia el Bien. Mucho más que cuando cumplimos una orden.

Las biografías de nuestros santos, especialmente de Francisco, abundan en ejemplos que los presentan en esa continua acción de gracias. Veamos algunos para ayudar a la reflexión y la práctica de nuestra obediencia.

La observación más importante está en el “Cántico del Hermano Sol”, punto máximo de alabanza alcanzado por Francisco:

“Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas...” (Cánt 3)
De forma magistral y simbólica, todas las criaturas son convocadas para alabar a Dios. Pero el ser humano, es decir, nosotros, es recordado bajo la imagen de Jesucristo. Mientras tanto, de modo muy interesante, ni Cristo ni nosotros somos recordados por el nombre, como ocurre con las demás criaturas. El recuerdo más intenso se reserva para quien es obediente:

“Loado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor y soportan enfermedad y tribulación. Bienaventurados aquellos que las sufren en paz, pues por ti, Altísimo, coronados serán”. (Cánt 10-11)
En las Alabanzas para todas las horas, que Francisco rezaba siete veces al día, recordaba el Apocalipsis, invitando a las criaturas a alabar a Dios:
“Y todas las criaturas del cielo y de la tierra, y las que están bajo la tierra y el mar, y todo lo que hay en él”. (AlHor 8)
De modo semejante exhortaba a todos lo fieles:

“... toda criatura, del cielo, de la tierra, del mar y de los abismos, rinda como a Dios alabanza, gloria, honor y bendición; porque Él es nuestra fuerza y fortaleza, el solo bueno...” (2CtaF 61-62)
También es importante repasar algunos episodios de la biografías, en ellos hay ejemplos concretos de su personal forma de proceder:

“Y qué decir de las otras criaturas inferiores, cuando hacía que a las abejas les sirvieran miel o el mejor vino en el invierno para que no perecieran por la inclemencia del frío? deshacíase en alabanzas, a gloria del Señor, ponderando su laboriosidad, y la excelencia de su ingenio; tanto que a veces se pasaba todo un día en la alabanza de estas y de las demás criaturas. Como en otro tiempo los tres jóvenes en la hoguera invitaban a todos los elementos a loar y glorificar al Creador del universo, así este hombre, lleno del espíritu de Dios, no cesaba de glorificar, alabar y bendecir en todos los elementos y criaturas al Creador y Gobernador de todas las cosas”. (1Cel 80)
Aprendiendo las actitudes del Santo podemos educar nuestra alabanza y acción de gracias; por ejemplo, abriendo lo ojos al bien que nos llega por intermedio de las criaturas, especialmente de aquellas a las cuales no prestamos mucha atención, como las hierbas consideradas dañinas:

“Manda al hortelano que deje a la orilla del huerto franjas sin cultivar, para que a su tiempo el verdor de las hierbas y la belleza de las flores pregonen la hermosura del Padre de todas las cosas. Manda que se destine una porción del huerto para cultivar plantas que den fragancia y flores, para que evoquen a cuantos las ven la fragancia eterna”. (2Cel 165)
El Espejo de Perfección insiste un poco más en el aspecto de alabanza al Creador y obediencia a las criaturas:

“Decía incluso que el hermano hortelano debería cultivar en algún rincón de la huerta un bonito jardincillo donde poner y plantar toda clase de hierbas olorosas y de plantas que produzcan hermosas flores, para que a su tiempo inviten a cuantos las vean a alabar a Dios. Pues toda criatura pregona y clama: “¡Dios me ha hecho por ti, oh hombre!”. Y nosotros que estuvimos con él veíamos que era tan grande su gozo interior y exterior en casi todas las criaturas, que, cuando las palpaba o contemplaba, más parecía que moraba en espíritu en el cielo que en la tierra. E, impelido por los muchos consuelos que experimentó y experimentaba en la consideración de las criaturas, poco antes de morir compuso unas alabanzas al Señor por las criaturas para excitar a los que las oyeran a alabar a Dios y para que el mismo Señor fuera alabado en sus criaturas por los hombres”. (EP 118)
Pero no debemos pensar que esto era un don especial del santo, algo que nosotros podemos no tener. Las biografías muestran cómo, también él, fue descubriendo que las criaturas lo estimulaban para alabar al Creador. Celano comenta que se sorprendió mucho al ser escuchado por las aves, a partir de allí cambió de actitud:

“A partir, pues, de este día, comenzó a exhortar con todo empeño a todas las aves, a todos los animales y a todos los reptiles, e incluso a todas las criaturas insensibles, a que loasen y amasen al Creador, ya que comprobaba a diario la obediencia de todos ellos al invocar el nombre del Salvador”. (1Cel 58)
8. Para experimentar
Intenta cada día perder un poco de tiempo para escuchar las flores, las piedras, los animales. Dios te está hablando ¿No te importa? ¿Podrías decir qué es lo que te está diciendo?

Tal vez has sentido una revolución interior cuando las criaturas de la naturaleza parecen volverse contra ti: la sequía o la lluvia, los insectos, plantas dañinas y animales peligrosos... ¿No has pensado que tú mismo puedes ser una piedra de tropiezo en el admirable mundo de la naturaleza?

Algunas cosas buenas de este mundo nos dan placer: la música, los colores, la diversidad de animales y plantas; tal vez los paisajes, los misterios del mar o de otros ambientes... Cuando estás ante ellos ¿te acuerdas de Dios que hizo todo eso par ti y para los demás?

Cuando algo nos produce alegría, sentimos necesidad de compartirla; queremos festejar, especialmente, con quien nos ayudó a descubrir eso tan bueno. ¿Has sentido necesidad de compartir con Dios las cosas buenas que Él te da, de decirle que te han gustado?

Muchas de nuestras oraciones comunitarias son aclamaciones de alabanza, algunas también recuerdan a las criaturas irracionales e inanimadas. ¿No quieres transformar tu vida profundamente, haciendo que tus oraciones personales también sean de alabanza, y que no dejen pasar nada de lo que ven tus ojos o perciben tus sentidos? Esta es la lección fundamental de la obediencia.

8. Obedecer a los Superiores

1. Introducción
Para mucha gente, “obedecer” es hacer la voluntad de otras personas que tienen autoridad, como los jefes, directores o superiores de los grupos a los cuales pertenecemos. También por una cuestión de fe, porque creemos que son representantes de Dios y, haciendo lo que ellas nos mandan estamos cumpliendo con su voluntad.

Dijimos que para Francisco, la obediencia es otra cosa: obedecer es corresponder al Bien que es Dios, recibiendo todos los bienes que Él mismo pone a nuestra disposición. Pero hay algo que se presta a confusión y es que, el mismo Francisco, estableció personas a las cuales había que obedecer.

Ya en su tiempo había ministros, custodios, guardianes, capítulos, y en algunos documentos se habla de prelados. En el ambiente de las clarisas también encontramos abadesas, vicarias, discretas y capítulo local. En los dos capítulos siguientes intentaremos profundizar esta cuestión. En el octavo veremos cómo obedecer a los “superiores”; en el noveno cómo quería Francisco que esos superiores obedecieran.

Y para concluir la introducción, recordemos un texto fundamental que el santo hizo escribir en la Regla no bulada:

“Y nadie sea llamado prior, mas todos sin excepción llámense hermanos menores. Y lávense los pies el uno al otro”. (1R 6,3)
2. No es cuestión de nombres
Un pasaje de la Leyenda de los Tres Compañeros, refiere el viaje que el primer grupo de doce hermanos hiciera a Roma, para pedir la aprobación del Papa Inocencio III:

“.. les dijo: “señalemos uno de nosotros que sea nuestro guía y tengámoslo como vicario de Jesucristo, para que vayamos a donde él quiera y nos hospedemos cuando él disponga”. Eligieron al hermano Bernardo, el primero después del bienaventurado Francisco, y se atuvieron a lo que el Padre había propuesto”. (TC 46)
En primer lugar, observamos que ellos formaban un grupo de doce hombres que -aún bajo la guía de Francisco- no tenía jefes. Vemos también que eligieron uno democráticamente, y no se sintieron obligados a votar a Francisco. Estos sucedió en los comienzos; más tarde, Francisco y sus compañeros irán elaborando su forma de vida.

Llegaron ante el Papa sin normas, tanto que éste hizo escribir al comienzo de la Regla:

“El hermano Francisco y todo aquel que sea cabeza de esta religión, prometa obediencia y reverencia al señor Papa Inocencio y a sus sucesores. Y todos los otros hermanos estén obligados a obedecer al hermano Francisco y a su sucesores”. (1R Pról.)
En la visión de las autoridades eclesiásticas, un grupo sin obediencia tradicional era algo inadmisible. Pero quiero llamar la atención sobre un hecho: a renglón seguido se habla de la “Regla y vida de estos hermanos”. Esta referencia sugiere que estamos ante una reliquia de la “Proto-Regla” franciscana, cuando aún no se los conocía como “Hermanos Menores”. También quiero observar que algunas traducciones dicen “quien fuera superior”, pero el texto en latín dice “caput”, que significa cabeza o, a lo sumo, jefe.

En la fraternidad franciscana no hay superiores ni inferiores. Un poco más tarde Francisco, que jamás pensó fundar una orden como las otras, inventó la palabra ministro. En latín, minister es el que presta un servicio como menor; viene de minus -menos- y su terminación ter da la idea de quien está actuando. Para Francisco, era el hermano que debía cuidar de los otros hermanos; debía reunirlos y darles la oportunidad de hablar y de escuchar, para descubrir lo que el Espíritu Santo quería decir en cada uno. Más tarde, él y sus hermanos incorporaron ministros provinciales, que debían velar por los hermanos en los diversos lugares por donde andaban. También se los llamó custodios, que viene de una palabra latina que significa el que se preocupa, como el ángel de la guarda, como una madre que cuida a sus pequeños. Finalmente utilizaron la palabra guardián que -a pesar de su origen germánico- había sido aceptada en el latín, y significaba lo mismo que custodio.

Para ellos, los capítulos eran simplemente la gran ocasión de reunir a todos los hermanos, para comer y alegarse juntos. En 1216, escribió Jacobo de Vitry:

“Los hombres de esta religión, una vez al año, y por cierto con gran provecho suyo, se reúnen en un lugar determinado para alegrarse en el Señor y comer juntos, y con el consejo de santos varones redactan y promulgan algunas santas constituciones, que son confirmadas por el señor Papa”. (Jacobo de Vitry, carta primera)
Estamos ante un grupo distinto, con una obediencia diferente. La palabras nuevas fueron seleccionadas para subrayar esa diferencia. Es bueno recordar que, más tarde, cuando la Orden comenzó a incorporar gran número de antiguos militares y doctores, propusieron a Francisco que adoptara alguna de las antiguas Reglas religiosas. Él respondió:

“Hermanos míos, hermanos míos, Dios me llamó a caminar por la vía de la simplicidad. No quiero que me mencionéis regla alguna, ni la de San Agustín, ni la de San Bernardo, ni la de San Benito. El Señor me dijo que quería hacer de mí un nuevo loco en el mundo, y el Señor no quiso llevarnos por otra sabiduría que ésta”. (LP 18)
3. Renunciar a la voluntad
Al tiempo que la fraternidad y la experiencia iban creciendo, Francisco y sus compañeros profundizaban su concepto de obediencia a los ministros y guardianes. El punto central parece ser la pobreza.

Como no eran dueños de nada ni siquiera poseían la propia voluntad, que entregaban como ofrenda al Señor. En la Tercera Admonición, sobre la “Verdadera Obediencia”, Francisco proclama:

“Dice el Señor en el Evangelio: Quien no renuncie a todo lo que posee, no puede ser discípulo mío; y: Quien quiera poner a salvo su vida, la perderá. Abandona todo lo que posee y pierde su cuerpo aquel que se entrega a sí mismo totalmente a la obediencia en manos de su prelado”. (Adm 3,1-3)
Para comprender mejor esta propuesta, me parece importante recordar algo que se dice en la Admonición anterior:

“Come, en efecto, del árbol de la ciencia del bien el que se apropia para sí su voluntad y se enaltece de lo bueno que el Señor dice o hace en él; y de esta manera, por la sugestión del diablo y por la trasgresión del mandamiento, lo que comió se convirtió en fruto de la ciencia del mal”. (Adm 2,2-4)
Cuando el hombre pierde la visión de Dios, queda ciego con los “ojos del espíritu” y sólo ve con los “ojos de la carne”; se vuelve egoísta y se pone a sí mismo y a las cosas en el lugar de Dios.

Por eso debemos recordar siempre que, ante el verdadero Dios siempre somos pobres, paupérrimos, y tenemos que renunciar a nuestro egoísmo. Entonces, hasta nuestra voluntad -en todo aquello que no sea contrario al alma y los compromisos con Dios- queda en manos de los hermanos y hermanas.
4. Una novedad
El desconocimiento de la historia y del sentido exacto de los términos, muchas veces nos impiden captar la tremenda novedad que significó la nueva obediencia de Francisco y Clara.

Casi toda la vida religiosa anterior a ellos era gobernada por “abades”, una palabra de origen hebreo que significa “padre”. Este jefe de los grupos que habían “abandonado el mundo”, era considerado un padre, porque representaba al padre Jesucristo; en sí misma, la institución era y sigue siendo excelente. Pero en aquella época, muchos monasterios fueron fundados por las familias poderosas, o eran mantenidos por ellas. En realidad sólo los nobles que entraban a los monasterios -libremente o por imposición de sus familias- eran considerados verdaderos monjes y monjas; los plebeyos apenas alcanzaban la categoría de “conversos”: estaban allí para hacer penitencia y cumplir tareas serviles bajo el mando de sus antiguos patrones. Con frecuencia, las familias poderosas imponían alguno de sus hijos o hijas como abades o abadesas, aún siendo niños. Los monasterios eran muy dependientes del patrimonio que los ricos guardaban dentro de sus muros.

En la fraternidad de Francisco y Clara no podía entrar nadie que, primero, no hubiese vendido todos sus bienes para dar el dinero a los pobres. Una vez dentro, nobles o plebeyos eran todos iguales, y todos podían ser ministros: no era un cargo para mandar, era una carga para servir. Y todos, que habían renunciado a la voluntad propia y a los demás bienes, oían su voz como otro bien que venía de Dios.

La nueva visión de Francisco es clarísima en el texto de la Tercera Admonición. En primer lugar, no hace falta que el ministro mande algo para considerarlo obediencia; basta con que la persona lo perciba como bueno. En segundo lugar, si el ministro manda algo bueno, aunque la persona estuviese haciendo algo bueno, debe dejar lo que es suyo y escuchar al ministro. Finalmente, si el ministro manda algo en contra “de su alma o de la Regla”, la persona no puede obedecer.

Quisiera destacar algo; con frecuencia, las Admoniciones utilizan las palabras “prelado” y “súbdito”. Como desentonan con los demás escritos de Francisco, los estudiosos suponen que esos maravillosos textos, habrían sido proclamados por el santo oralmente en los capítulos. Como siempre estaba presente un cardenal con un monje secretario, es probable que éste haya tomado nota de las enseñanzas de Francisco, sin percibir la importancia del uso de la nueva terminología.
5. Yo quiero un guardián
Francisco, enfermo y alejado del gobierno general de la Orden, dio un ejemplo especial de su obediencia al pedir que siempre lo mantuviesen sujeto a un guardián:

“Así, pues, dijo al hermano Pedro Cattani -a quien tiempo atrás había prometido obediencia-: “Te ruego que confíes tus veces para conmigo a uno de mis compañeros, a quien pueda obedecer con la misma entrega que a ti. Sé -añadió- el fruto de la obediencia y que para quien doblega el cuello al yugo de otro no pasa un instante sin ganancia”. De este modo -otorgada la instancia-, dondequiera permaneció obediente hasta la muerte, en obediencia reverente y constante a su guardián. Llegó una vez a decir a sus compañeros: “Entre otras gracias que la bondad divina se ha dignado concederme, cuento ésta: que al novicio de una hora que se me diera por guardián, obedecería con la misma diligencia que a otro hermano muy antiguo y discreto. El súbdito -añadió- no tiene que mirar en su prelado al hombre, sino a aquel por cuyo amor se ha sometido. Cuanto es más desestimable quien preside, tanto más agradable es la humildad de quien obedece”. (2Cel 151)
También al final de su vida, el santo hizo escribir en su Testamento:

“Y quiero firmemente obedecer al ministro general de esta fraternidad y al guardián que le plazca darme. Y de tal modo quiero estar cautivo en sus manos, que no pueda ir o hacer fuera de la obediencia y de su voluntad, porque es mi señor”. (Test 27-28)
6. Vivir de la misericordia
Para quien tiene la imagen del Dios Bueno que continuamente derrama sus bondades sobre nosotros, tener un hermano a quien obedecer, significa vivir de la misericordia de Dios administrada por los hermanos. Es bueno recordar que la palabra “misericordia”, es la traducción latina de la expresión bíblica “hesed rahamim”, referida a ese amor único que sólo Dios puede tener: Dios nos ama con “entrañas de misericordia”.

El Testamento de Clara es, desde el comienzo, un testimonio de su obediencia a la misericordia de Dios. La misma vocación a la cual consagró su vida, fue para ella un don del Padre de las misericordias:

“Entre otros beneficios que hemos recibido y seguimos recibiendo de nuestro benefactor el Padre de las misericordias, y por los cuales estamos más obligadas a rendir gracias al mismo glorioso Padre de Cristo, se encuentra el de nuestra vocación...” (TestCl 2-3)
Más adelante -en el versículo 15- recuerda que Dios, en su inmensa misericordia y amor, le reveló la vocación y la elección de las clarisas por intermedio de Francisco. Insiste, además, en que ingresó a la vida religiosa por la misericordia de Dios que llegó hasta ella por intermedio del santo:

“Una vez que el altísimo Padre celestial, poco después de la conversión de nuestro beatísimo padre Francisco, se dignó, por su misericordia y gracia, iluminar mi corazón para que, a ejemplo y según la doctrina, hiciese yo penitencia, voluntariamente le prometí obediencia...” (TestCl 24-25)
En los versículos 30-31, Clara insiste en que las hermanas fueron a vivir a San Damián, y se multiplicaron obedeciendo a la misericordia. Incluso cuando estimula a las hermanas para que sigan el camino de la santa simplicidad, de la humildad, de la pobreza y una vida honesta y santa, afirma que:

“... y de este modo, no por méritos nuestros, sino por sólo la misericordia y gracia de su generosidad, el padre de las misericordias difundió la fragancia de la buena fama tanto para las que están lejos como para las que moran cerca”. (TestCl 58)
Cómo cambiarían nuestras actitudes si, en lugar de ver caprichos y arbitrariedades en las órdenes de quienes nos cuidan, pudiésemos descubrir la presencia viva de la misericordia de Dios, acordándose de nosotros en todo momento. Además de la paz, las bendiciones de Francisco y Clara piden para nosotros la misericordia.

Francisco era tan conciente de esto que, como vemos en la Leyenda Mayor, llegó a reconocerse el pecador más grande del mundo. Luego explicó:

“Si Cristo hubiera usado con el criminal más desalmado la misericordia que ha tenido conmigo, estoy seguro que éste le sería mucho más agradecido que yo”. (LM 6,6)
Además, Celano había observado que la misericordia divina comenzó la conversión de Francisco enviándole una enfermedad:

“En efecto, cuando por su fogosa juventud hervía aún en pecados y la lúbrica edad lo arrastraba desvergonzadamente a satisfacer deseos juveniles e, incapaz de contenerse, era incitado con el veneno de la antigua serpiente, viene sobre él repentinamente la venganza; mejor, la unción divina, que intenta encaminar aquellos sentimientos extraviados, inyectando angustia en su alma y malestar en su cuerpo...” (1Cel 3)
También el Testamento de Francisco demuestra como él, con los ojos del espíritu percibió que Dios lo conducía a la vida, a través de los bienes que iba dando: vivir con los leprosos, darle hermanos, entregarle la Regla....

De hecho, hizo escribir en la Regla no bulada:

“Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza y poder, con todo el entendimiento, con todas las energías, con todo el empeño, con todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los deseos y quereres, al Señor Dios, que nos dio y nos da a nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida; que nos creó, nos redimió y por su sola misericordia nos salvará; que nos ha hecho y hace todo bien a nosotros, miserables y míseros, pútridos y hediondos, ingratos y malos”. (1R 23,8)
Lugo de estas consideraciones es más fácil comprender por qué, para Francisco, no hay “superiores”, sino ministros, custodios y guardianes, es decir, hermanos que cuidan de los demás.
7. Para experimentar
Cuando eres invitado a elegir a quienes serán tus superiores ¿piensas en los que saben mandar o en los que saben cuidar?

Recuerda tu pasado, intenta descubrir la misericordia de Dios en aquellos momentos en que, por órdenes, enfermedad u otros motivos, tuviste que renunciar a tu voluntad.
¿Eres de los que piensan que, cuando el superior manda o permite algo, la responsabilidad es sólo suya?

¿Hasta qué punto tu obediencia es pobreza? ¿Puedes dejar de lado tu parecer y ponerte en las manos de Dios? No respondas sin pensar, recuerda situaciones concretas de tu vida.

¿Puedes recordar situaciones concretas en que, la voz de los superiores fue para ti presencia de la misericordia de Dios? ¿Cómo manifestaste tu gratitud?
¿Compartes lo que haces con tus hermanos o hermanas? ¿Expresas tus opiniones con claridad? ¿Estás dispuesto a seguir un consejo o un presentimiento y cambiar tu forma de actuar? ¿O tu trabajo es una propiedad privada donde nadie puede entrar? Piensa en la obediencia que se vive en tu entorno ¿Es verdaderamente franciscana? ¿Qué podrías hacer, con tus hermanos y hermanas, para mejorar el modo de entender la obediencia? Recuerda que nada va a mejorar o cambiar si no comienza en el corazón de cada uno ¿Qué es exactamente lo que puede comenzar por ti?

9. La obediencia del ministro

1. Introducción
El “ministro” inventado por Francisco no está “por encima de los otros”; aún cuando le toque dar las órdenes es quien más tiene que obedecer. Necesita un oído especial para escuchar al Espíritu Santo en los hermanos y para ayudarlos a escucharse unos a otros. Ser “ministro y siervo” significa ponerse, humilde y caritativamente, al servicio de los hermanos:

“... y tengan para con ellos una familiaridad tan grande, que puedan los hermanos hablar y comportarse con los ministros como los señores con sus siervos; pues así debe ser, que los ministros sean los siervos de todos los hermanos”. (2R 10,5-6)
En la fraternidad menor todos son iguales ante la obediencia; Francisco lo subraya haciendo que la palabra “hermano” acompañe al oficio que se cumple en la fraternidad:

“hermano ministro” (CtaM 1; CtaO 48), “hermanos custodios” (CtaCus 12). Todos, sin distinción, deben llamarse hermanos menores (1R 6,3). Su oficio no es más que servir:

“... ninguno de los hermanos tenga potestad o dominio, y menos entre ellos. Pues, como dice el Señor en el Evangelio, los príncipes de los pueblos se enseñorean de ellos y los que son mayores ejercen el poder en ellos; no será así entre los hermanos (Mt 20,25-26); y todo el que quiera hacerse mayor entre ellos, sea su ministro y siervo, y el que es mayor entre ellos, hágase como el menor (Lc 22,26)”. (1R 5,9-12)
“Y nadie sea llamado prior, mas todos sin excepción llámense hermanos menores. Y lávense los pies el uno al otro (Jn 13,14)”. (1R 6,3-4)
2. El Ministro es Siervo
Francisco no evita la palabra “siervo” que, en su tiempo, se utilizaba para referirse a los esclavos; sino que recordaba especialmente el ejemplo de Cristo, cuando dice que no vino para que lo sirvieran:

“No vine a ser servido, sino a servir (Mt 20,28) dice el Señor. Los que han sido constituidos sobre otros, gloríense de tal prelacía tanto como si estuviesen encargados del oficio de lavar los pies a los hermanos. Y cuanto más se alteren por quitárseles la prelacía que el oficio de lavar los pies, tanto más atesoran en sus bolsas para peligro del alma (Jn 12,6)”. (Adm 4)
La comparación con el encargado de lavar los pies, lo que en la antigüedad constituía un servicio permanente de los esclavos a sus señores, no deja lugar a dudas. Pero Francisco insiste:

“Dichoso el siervo que es hallado tan humilde entre sus súbditos como lo sería si se encontrase entre sus señores. Dichoso el siervo que siempre se mantiene bajo la vara de la corrección. Es siervo fiel y prudente (Mt 24,45) el que en ninguna caída tarda en reprenderse interiormente por la contrición, y exteriormente por la confesión y la satisfacción de obra”. (Adm 23)
El texto que sigue es una prueba definitiva de la imagen del “superior”, tan diferente en relación con otros grupos religiosos:

“Dichoso el siervo que no se tiene por mejor cuando es engrandecido y enaltecido por los hombres que cuando es tenido por vil, simple y despreciable, porque cuanto es el hombre ante Dios, tanto es y no más. ¡Ay de aquel religioso que ha sido colocado en lo alto por los otros y no quiere abajarse por su voluntad! Y dichoso aquel siervo que no es colocado en lo alto por su voluntad y desea estar siempre a los pies de los otros”. (Adm 19)
3. Servidor de la Misericordia
Tomás de Celano pone en boca de Francisco un interesante retrato de cómo deben ser los ministros generales y provinciales (2Cel 184-187). Pero el mismo santo va mucho más lejos al escribir su Carta a un Ministro; en ella muestra cómo se debe aplicar la misericordia de Dios:

“El Señor te bendiga. Te hablo como mejor puedo, del caso de tu alma: todas las cosas que te estorban para amar al Señor Dios y cualquiera que te ponga estorbo, se trate de hermanos u otros, aunque lleguen a azotarte, debes considerarlo como gracia. Y quiérelo así y no otra cosa. Y cúmplelo por verdadera obediencia al Señor Dios y a mí, pues sé firmemente que ésta es verdadera obediencia. Y ama a los que esto te hacen. Y no pretendas de ellos otra cosa, sino cuanto el Señor te dé. Y ámalos precisamente en esto, y tú no exijas que sean cristianos mejores. Y que te valga esto más que vivir en un eremitorio. Y en esto quiero conocer que amas al Señor y me amas a mí, siervo suyo y tuyo: si procedes así: que no haya en el mundo hermano que, por mucho que hubiere pecado, se aleje jamás de ti después de haber contemplado tus ojos sin haber obtenido tu misericordia, si es que la busca. Y, si no busca misericordia, pregúntales tú si la quiere. Y, si mil veces volviere a pecar ante tus propios ojos, ámale más que a mí, para atraerlo al Señor; y compadécete de los tales”. (CtaM 1-11)
La carta es más larga y muy rica. Además de la misericordia, quiero llamar la atención sobre esto: es posible que el ministro hubiese escrito al santo diciéndole que, había entrado en la Orden para dedicarse a la vida eremítica, no para resolver los problemas de los hermanos. Francisco le responde que el servicio fraterno es más importante que la oración.
4. Como una madre
Francisco, intencionalmente, elimina todas las formas tradicionales para referirse a la autoridad; también evita la palabra Padre referida al superior. La fraternidad minorítica no es una familia presidida por el pater familias, sino una familia de hermanos iguales en todo, empeñados en servirse mutuamente y animados por un amor que supera al de una madre por su hijo (1R 9,11; 2R 6,8). Por eso, Francisco prefiere usar la imagen de la madre que, en la familia, representa la solicitud llena de abnegación e intuición (Cf. REr; CtaL)

Clara presenta esta cuestión de modo semejante:

“Ruego también a la que me sucediere en el gobierno de las hermanas, que se esmere en ser la primera más por las virtudes y santas costumbres que por el oficio; de modo que las hermanas, movidas por su ejemplo, la obedezcan, no sólo en razón del oficio, sino más bien por amor. Y sea también próvida y discreta para con sus hermanas como una madre con sus hijas; y sobre todo procure atenderlas con las limosnas que Dios les diere según la necesidad de cada una. Sea además tan benigna y tan de todas, que tranquilamente puedan éstas manifestarle sus necesidades y recurrir a ella en todo momento, con confianza, como les pareciere conveniente, tanto en favor suyo como de sus hermanas”. (TestCl 61-66)
Quizás nuestras fraternidades de comienzos del tercer milenio estén necesitando, justamente, de ese tipo de superior: el que sabe servir como una madre, haciendo presente la misericordia en cada momento de la vida de los hermanos y hermanas, para que sean conquistados por el Señor.

Este servicio es necesario, especialmente, en relación con los enfermos del cuerpo y del alma; y no sólo eso. Es un servicio de profundo respeto por las iniciativas, las intuiciones e inspiraciones de cada uno: son hijos que ya han crecido. La carta de Francisco al hermano León nos ofrece un bello ejemplo:

“Hermano León, tu hermano Francisco: salud y paz. Te hablo, hijo mío, como una madre. En esta palabra dispongo y te aconsejo abreviadamente todas las que hemos dicho en el camino; y si después tienes necesidad de venir a mí en busca de consejo, mi consejo es éste: Compórtate, con la bendición de Dios y mi obediencia, como mejor te parezca que agradas al Señor Dios y sigues sus huellas y pobreza. Y si te es necesario para tu alma por motivo de otro consuelo y quieres venir a mí, ven, León”. (CtaL)
5. Una carga, no un cargo
En el mundo feudal en que nació la vida franciscana, todas las personas tenían un señor más elevado que ellas; sólo el emperador y el Papa estaban en el vértice de la pirámide. Naturalmente muchos querían ascender a los cargos más altos, para librarse de servir a otros, dar signos de poder e infundir respeto. Esto también sucedía en la vida religiosa donde era muy importante llegar a ser abad o prior.

Además de los pasajes citados, donde el “superior” franciscano es un servidor como el que lava los pies de los demás, veamos lo que Celano puso en boca del santo:

“A él sobre todo toca discernir las conciencias que se cierran y descubrir la verdad oculta en los pliegues más íntimos y no dar oído a los charlatanes. Finalmente, debe ser tal, que, por la ambición de conservar el honor, no haga vacilar de ningún modo la indefectible norma de la justicia y que sienta que un cargo tan grande le resulta más peso que honor”. (2Cel 186)
Este trabajo de profundización espiritual no es fácil; al mismo tiempo hay que evitar llevarse por lo que dicen los demás, por el deseo de tener éxito o la impaciencia ante la obstinación. En todo caso, Francisco está atento a las situaciones más difíciles, que también se daban en su tiempo:

“En todo caso, ni la demasiada suavidad engendre indolencia, ni una indulgencia laxa, relajación de la disciplina, de manera que, siendo amado de todos, llegue también a ser temido de los obradores del mal”. (2Cel 186)
Este pasaje se puede complementar con otro escrito por el santo, donde advierte al “superior” que no monte en cólera:

“Nada debe disgustar al siervo de Dios fuera del pecado. Y sea cual fuere el pecado que una persona cometa, si el siervo de Dios se altera o se enoja por ello, y no movido por la caridad, atesora culpas (Cf. Rom 2,5). El siervo de Dios que no se enoja no se turba por cosa alguna, vive, en verdad, sin nada propio. Y dichoso es quien nada retiene para sí, restituyendo al césar lo que es del césar, y a Dios lo que es de Dios (Mt 22,21)”. (Adm 11)
Algunos textos pueden resultarnos sorprendentes, como aquellos donde Francisco manda prender a los que no rezan el oficio según la Regla (Test 31-33), o cuando Clara manda comer de rodillas a una hermana que había pecado (RCl 9,1-4). Tal vez nos quede la impresión de que, para bien o para mal, la gente de aquella época estaba mucho más convencida de lo que hacía. Pero es imprescindible releer esos textos para identificar las situaciones semejantes que hoy nos toca enfrentar.

En la descripción de los ministros que leemos en 2Cel 184-187 y en sus paralelos de otras biografías, hay un punto muy interesante que quisiera destacar:

“después de la oración -siguió diciendo- se pondrá a disposición de todos, pronto a ser importunado por todos, a responder a todos, a proveer con dulzura a todos”.(2Cel 185; EP 80)
En lugar de “ser importunado”, algunas traducciones dicen “ser desplumado”; pero el texto original en latín dice “ser depilado”, es decir, soportar con paciencia hasta que le arranquen uno a uno los cabellos.
6. La visita de la madre
Un breve pasaje de la Regla de Santa Clara llama mucho nuestra atención:

“La abadesa exhorte y visite a sus hermanas, y corríjalas humilde y caritativamente y no les mande nada que esté en contra de su alma y de nuestra profesión”. (RCl 10,1)
Es fácil comprender que Francisco mandase a los ministros visitar a los hermanos; éstos no tenían casas y estaban desparramados por las provincias que, muchas veces, eran extensas. Pero ¿por qué visitar a las hermanas que nunca salían de la misma casa?

Es evidente que, ellos, no piensan en viajar para ir de visita; lo importante era salir de lo propio para entrar en la casa del otro, es decir, en sus razones. Los hermanos y las hermanas visitadas eran y son personas que empeñaron sus vidas por Dios, y necesitan ser estimuladas para crecer. Por eso, Clara, habla de corregir humilde y caritativamente.

Pero, por la misma razón, dice “exhorte” -en latín “moneat”- que también se puede traducir por “amoneste”. La raíz de esta palabra estaba relacionada con la diosa romana Juno Moneta que, por ser la esposa de Júpiter, era la diosa madre. Los consejos de la madre nacen siempre de la intuición, esa que puede leer en el fondo del corazón de cada hijo todas sus peculiaridades.

Para mí, también es interesante que la misma palabra esté en la raíz de “moneda”, término incorporado en tantas lenguas modernas. Porque la primera casa de la moneda se construyó en Roma, en dependencias del templo de Juno Moneta. Moneda es un valor porque es dinero; pero es un dinero diminuto, que puede servir para pequeñas operaciones. Y eso encontramos en las “Admoniciones” de Francisco: pequeños consejos que se recuerdan con facilidad, que responden a necesidades inmediatas y penetran en lo profundo del alma.

El hermano o la hermana que sirven, tienen que visitar a sus hermanos y hermanas: como una madre que acompaña a su hija cuando va a dar a luz. Yendo a su encuentro con mucho desapego y cariño -pero también- con el mayor respeto por la acción de Dios en cada uno.
7. El ministro general
En la Vida Segunda de Tomás de Celano, hay un pasaje breve pero muy significativo:

“Solía decir: En Dios no hay acepción de personas, y el ministro general de la Religión -que es el Espíritu Santo- se posa por igual sobre el pobre y sobre el rico”. (2Cel 193)
Celano comenta que, el santo, quiso introducir este pasaje en la Regla pero no pudo porque, una vez incluida en una bula del Papa, ya no se podía modificar. Tal vez este principio no pertenezca a la legislación oficial, pero es evidente que corresponde al pensamiento fundamental de Francisco y de Clara. Basta recordar la constante insistencia de Clara para que las hermanas siempre sean escuchadas, incluso las “más modestas”.

Debemos entender que el Espíritu actúa en toda la gran familia, y no sólo a nivel general. Esto se hace realidad cuando en las fraternidades, incluso en las más pequeñas, somos capaces de ver con los ojos del Espíritu cómo él actúa en nosotros y en los menores de nuestros hermanos.

En este esquema es importante ver cómo se forman las fraternidades; sus integrantes no deben ser personas apáticas, dóciles a cualquier orden, sino gente con ideas, que sepa expresar sus deseos, que luche para llevar las cosas por el mejor camino posible.

Si en otros tiempos estas personas eran separadas o silenciadas, aún empobrecida en su espíritu, la fraternidad tiene que luchar para encender la llama de sus integrantes.

Y es aquí donde percibimos la necesidad de una madre que visite, de alguien incansable en la tarea de sacar a la luz cualquier inspiración, aún las más tímidas y escondidas.

Francisco confiaba en la disponibilidad de todos por la “unción del Espíritu Santo, que les instruye e instruirá en todas las cosas”. Por eso, no quiso limitar su acción con prescripciones meticulosas.

Una fraternidad obediente funciona con el mínimo de leyes y con el máximo de diálogo, que es mucho más que la simple conversación: es lucha, es choque de ideas, de culturas y visiones diferentes que consiguen recorrer un camino común.

Desde esta perspectiva podemos entender por qué, al final de su vida, cuando escribe la Carta a toda la Orden, en lugar de referirse a los puntos más frágiles de la observancia y de las leyes, Francisco prefirió hablar de la Eucaristía como fuente de vida.
8. Para experimentar
Piensa en tu casa, y en los asuntos de la vida fraterna que no todos comparten. ¿Has tomado alguna decisión sin consultar a nadie? Si has consultado, hazlo nuevamente.
Tu respeto por los demás no debe ser tan grande como para esperar que te pidan auxilio. Toma la iniciativa, ofrécete para ayudar. Cuando percibas que hay algo que hacer, hazlo, no esperes que te lo manden.

¿Animas la vida de oración en tu fraternidad? Animar no es dirigir, es usar las inspiraciones de todos para “arrastrar”, como quería Francisco. Hay que esforzarse para escuchar las sugerencias hasta de las personas más calladas.

En algunas situaciones de la vida fraterna percibimos actitudes que, para evitar males mayores, tendrían que haber sido cortadas de raíz hace mucho tiempo. Recuerda alguna que te haya tocado vivir; piensa cómo hubiese actuado una persona que es, al mismo tiempo, “siervo y madre”.

Piensa en el hermano o hermana con quien estás teniendo más dificultades. Haz la prueba de “visitarlo”, sal de tu posición para oír lo que, posiblemente, el Espíritu del Señor te está diciendo en ese otro corazón y en esa otra cabeza.

Con frecuencia somos personas muy disponibles, capaces de asumir responsabilidades casi heroicas en otras regiones o entre personas difíciles. ¿Por qué no asumir con alegría el servicio de ayudar a que los hermanos y las hermanas descubran el camino del Señor? ¿Y por qué no dejarlo con simplicidad, cuando otra persona puede asumirlo?

10. Obedecer a la Iglesia

1. Introducción
Recorriendo algo de lo mucho que se ha escrito sobre Francisco, descubrimos afirmaciones muy diversas sobre su obediencia a la Iglesia.

La mayoría parece aceptar que él fue un obediente ciego y alienado, que jamás cuestionó ninguna de las evidentes fallas de la jerarquía y del clero de su tiempo.

En el otro extremo, están quienes lo ven como un gran desobediente, al menos por su actitud abierta para con los herejes condenados por la Iglesia, o por su viaje al Oriente para convencer a los cruzados de abandonar la lucha contra el Islam, cuando esa era la orden expresa de la jerarquía.

Algunos buenos estudiosos de finales del siglo XIX llegaron a decir que fue un sujeto medio herético, que la Iglesia canonizó rápidamente tratando de llevar agua para su molino.

Para tratar de entender, debemos recordar el concepto fundamental de que, obedecer, es responder al bien que viene de Dios, porque Dios es el Bien.

Naturalmente no olvidamos que, según la definición del Concilio Vaticano II°, la Iglesia es “luz de los pueblos”, porque es el pueblo visible de Dios en marcha hacia la casa del Padre.

En esta perspectiva, la obediencia fundamental a la Iglesia consiste en caminar sin cesar hacia Dios, con su pueblo, iluminando a muchos otros para sumarlos a esta dinámica. Somos Iglesia si, con ella, estamos en busca del Infinito.
2. La Iglesia del Padre
Para tener una visión más amplia es necesario recordar que, por debajo de la concepción que Francisco tenía de la Iglesia, hay un fundamento que, quizás, nunca haya expresado de modo consciente; aquello que los Santos Padres Griegos llamaron “la Iglesia del Padre”.

Nuestra palabra Iglesia viene del griego ekklesía que, generalmente, se traduce por asamblea o congregación; pero es un término compuesto por el verbo kaléo -llamar- y la preposición ek -sacar desde adentro, a partir de-. Los griegos la usaban hacía mucho tiempo: cuando necesitaban reunir al pueblo, golpeaban las puertas haciendo salir a la gente de sus casas para ir a la reunión.

Del mismo modo, dijeron los Santos Padres, Dios comenzó la Iglesia cuando creó el mundo: llamando desde el interior de la nada a cada una de las criaturas para formar la asamblea del mundo, donde Él nos colocaría para percibir que “todo era bueno” y para encaminarnos progresivamente hacia el Bien Total.

Nada como en Cántico del Hermano Sol para mostrar lo bien que entendió Francisco todo esto: convocó al sol y las estrellas, a los cuatro elementos de la tierra y al hombre para responder a Dios alabándolo por los bienes que nos obsequió. Pero el cántico no es más que la expresión final de algo que vivió durante toda su vida: el descubrimiento de que Dios nos llama sin cesar, a través de la infinita variedad de bienes dentro de la cual nos hace nacer.

Yo agregaría que todas las personas que, en las culturas más diversas, reconocieron que Dios llamó a la existencia a todos los bienes, han obedecido y obedecen a la Iglesia del Padre.
3. La Iglesia de Cristo
En la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo. Nació en medio del pueblo y convivió con él. Cuando comenzó su misión apostólica fue a buscar a los pobres, las amas de casa, los publicanos y hasta los fariseos. Los llamó a la penitencia. También convocó apóstoles y discípulos y estableció a Cefas como piedra fundamental del Nuevo Pueblo que, ahora, no se limitaba a Israel, sino que se extendía a toda la humanidad; incluso a los “gentiles”, que eran los extranjeros. Todas las criaturas capaces de entender fueron invitadas a responder de forma consciente al Bien total.

Francisco revela una clarísima comprensión de esa Iglesia, cuando escribe en su Regla no Bulada:

“Y a cuantos quieren servir al Señor Dios en el seno de la santa Iglesia católica y apostólica y a todos los órdenes siguientes: sacerdotes, diáconos, subdiáconos, acólitos, exorcistas, lectores, ostiarios y a todos los clérigos; a todos los religiosos y religiosas, a todos los conversos y pequeños, a los pobres e indigentes, reyes y príncipes, artesanos y agricultores, siervos y señores, a todas las vírgenes y viudas y casadas, laicos varones y mujeres, a todos los niños, adolescentes, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos, a todos los pequeños y los grandes, y a todos los pueblos, gentes, tribus y lenguas, a todas las naciones y a todos los hombres de cualquier lugar de la tierra que son y serán, humildemente les rogamos y suplicamos todos nosotros, hermanos menores, siervos inútiles, que todos perseveremos en la verdadera fe y penitencia, porque de otro modo nadie se puede salvar”. (1R 23,7)
Su visión de la Iglesia se revela más teológica -de Pueblo de Dios- y menos jurídica -de jerarquía-. Naturalmente reconocía la importancia que los jefes y maestros tenían para el Pueblo pero, como enseñaba San Agustín, sabía que la mayor grandeza de tales servidores consistía en ser, también ellos, parte del Pueblo.

Francisco obedecía al don de Dios, tanto en el Pueblo como en los miembros la jerarquía o en los teólogos.

Pero él nunca olvida que, a la misma Iglesia, también pertenecen la Virgen y los ángeles, y todos los santos y santas, aún los del Antiguo Testamento. En el mismo capítulo de la Regla no Bulada ya había dicho:

“Y a la gloriosa madre y beatísima siempre Virgen María, a los bienaventurados Miguel, Gabriel y Rafael y a todos los coros de los bienaventurados serafines, querubines, tronos, dominaciones, principados, potestades, virtudes, ángeles, arcángeles; a los bienaventurados Juan Bautista, Juan Evangelista, Pedro, Pablo y a los bienaventurados patriarcas, profetas, inocentes, apóstoles, evangelistas, discípulos, mártires, confesores, vírgenes; a los bienaventurados Elías y Enoc y a todos los santos que fueron, y serán, y son, les suplicamos humildemente, por tu amor, que, como te agrada, por estas cosas te den gracias a ti, sumo Dios verdadero, eterno y vivo, con tu queridísimo Hijo nuestro Señor Jesucristo y el Espíritu Santo Paráclito, por los siglos de los siglos. Amén. ¡Aleluya!”. (1R 23,6)
Cuando consideramos la Iglesia a lo largo de su historia, estamos en mejores condiciones para descubrir la acción del Espíritu Santo que, poco a poco, va venciendo el pecado. La doctrina se clarifica cada vez más y las responsabilidades quedan en manos de personas más dignas.

En el contexto de la historia es más fácil percibir el valor de la acción de numerosos papas, obispos y teólogos. Pero, también, recorriendo tiempos y países, percibimos cuán importante ha sido y es para la Iglesia la colaboración de los santos; no sólo los canonizados, sino todas las personas santas, las que ya están en la Patria definitiva y las que aún caminan con nosotros.

También es importante percibir que, junto a las enseñanzas de los maestros o la dirección de los guías, hay algo más fuerte que fundamenta nuestra fe: lo que el Pueblo fiel cree; no sólo en la cabeza sino, especialmente, en el corazón y la vida de cada día.
4. El Pan y la Palabra
Con facilidad olvidamos que, somos Iglesia porque nos alimentamos del mismo Pan de la Palabra y de la Eucaristía. Muchos piensan que formamos un grupo que sólo se reúne para rezar, o porque compartimos algunas convicciones, o porque nos bautizaron y -mientras no nos cortemos solos- pertenecemos a la asociación. Pero, en realidad, somos un Pueblo que camina a través de la Historia si nuestra luz es la Palabra, si nuestra fuerza es el Pan de la Eucaristía. Para decirlo más claro: si nos alimentamos de Dios.

De allí viene el enorme respeto que sentía Francisco por los que nos administran tanto la Palabra como el Pan. Ellos pueden tener todos los defectos, pero sin ellos, nos quedamos sin el pan y sin la palabra.

Veamos lo que escribió en la Admonición 26:

“Dichoso el siervo que mantiene la fe en los clérigos que viven verdaderamente según la forma de la Iglesia romana. Y ¡ay de aquellos que los desprecian!; pues, aun cuando sean pecadores, nadie, sin embargo, debe juzgarlos, porque el Señor mismo se reserva para sí solo el juicio sobre ellos. Pues cuanto más grande es el ministerio que tienen del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, que ellos reciben y ellos solos administran a otros, tanto más pecado tienen los que pecan contra ellos que los que lo hacen contra cualquiera de los hombres de este mundo”. (Adm 26)
Para entender al Francisco que veneraba a los clérigos, debemos entender al Francisco apasionado por la Palabra; al extremo de recogerla para que siempre estuviera en un lugar honroso, o negarse a suprimir lo que había sido escrito por error.

Esta visión de los clérigos se comprende mejor releyendo sus escritos sobre la Eucaristía: Admonición 1, Cartas a los fieles, a los Custodios, a los Clérigos, a toda la Orden...

También comprenderemos porque estaba tan feliz de ser pequeño e iletrado: vivía sediento de la Palabra y hambriento del Pan.
5. El Bien de los Apóstoles
Si obedecer es prestar atención a todos los bienes que el Señor nos envía, también debemos reconocer aquellos que nos llegan por medio de los apóstoles, es decir, por medio de los obispos que hoy ocupan su lugar.

Uno de los primeros bienes es ser signo de unidad en el mundo entero, lo que hace el obispo de Roma, el Papa. Pero también en cada diócesis formamos un solo pueblo, porque existe alguien que garantiza esa unión. Y en el presbiterio, tenemos una de las mejores formas de estar unidos a nuestros pastores.

Francisco dio un excelente ejemplo cuando, luego de su conversión, entregó sus ropas en presencia del obispo; también cuando, siendo apenas una docena de hermanos, fue a pedir al Papa que aprobase su orden.

Nosotros necesitamos filialmente de la jerarquía pero, no por eso, debemos someternos de modo servil. A lo largo de la historia vemos que, muchas veces, los jefes confundieron la Palabra Evangélica y el Pan del Pueblo con la cultura dominante; fueron más jefes de su pueblo que guías del Pueblo de Dios.

Necesitamos acoger una Iglesia rica en pluriformidad.
6. No quiero advertir pecado en ellos
Francisco enfrentó los errores de los sacerdotes y obispos de su tiempo con gran sentido práctico; esto se ve en la sabiduría de las observaciones que incluyó en sus escritos. Por ejemplo, hablando de los presbíteros, dice en su Testamento:

“Y no quiero advertir pecado en ellos, porque miro en ellos al Hijo de Dios y son mis señores”. (Test 9)
Si no quería considerar que aquellas personas estaban pecando, esto nos dice que, al menos, no era ciego: veía los errores que, muchas veces, eran más que evidentes. Pero siente que, comentarlos o corregirlos, no es tarea suya.

Por un lado, cuando alguien esta hablando mal, manda que se hable bien -hablar de un bien verdadero-. Por el otro, tenemos aquel famoso pasaje del diálogo con un teólogo dominico (cfr. 2Cel 103; EP 53) donde afirma que, nuestra obligación de reprender a los que yerran se puede cumplir por medio del buen ejemplo.

Para él, fundador y líder de un enorme grupo en pleno crecimiento, fue muy significativo no criticar a los grandes de la Iglesia. Esa había sido la actitud de los herejes que sólo consiguieron la propia destrucción.

Pero es evidente que Francisco no hizo esto por prudencia sino por una visón de fe: sabía que todos los hombres son pecadores y prefería estar atento a los bienes que proceden de Dios, por medio de cualquier persona. Y, para quien tiene fe, los bienes que recibimos de los sucesores de los Apóstoles son enormes. Sobre todo la garantía de continuidad en la fe y en los sacramentos, sin los cuales la unión con Dios puede quedar en la pura emoción o las buenas intenciones.
7. Encarnarse en las culturas
Uno de los mayores problemas de la Iglesia es, también, una de sus mejores propuestas; depende de cómo la usemos.

Me refiero al hecho de que, por una parte, recibimos una avalancha de bienes de Dios a través de toda la Revelación y de toda la historia de su Pueblo, principalmente lo que nos fue dado cuando Jesucristo se hizo uno de nosotros y vino a llamarnos. Pero, por la otra, la Iglesia está formada por las personas más diversas, de los países más diversos y con las más diversas visiones del mundo. El Pueblo sigue caminando, porque siempre incorpora nuevas personas y nuevos aportes.

La riqueza es de todos si la sabemos compartir. Dios empieza a ser todo en todos en la medida en que nos revela lo que ya manifestó en otros tiempos y lugares diferentes. El problema es que las personas necesitan tiempo, para poder asimilar tanta nueva riqueza que recibimos todos los días. Entonces sentimos la tentación de quedarnos con la imagen de Dios y del mundo que nos viene de la cultura en la que fuimos formados, aceptándola como si fuese el mas puro anuncio evangélico.

La historia y la cosmovisión de los hebreos fue una herencia riquísima pero, en los comienzos, hubo quien quiso imponerla a todos los nuevos cristianos. El encuentro del Evangelio con la sabiduría griega fue increíblemente beneficioso; nos enriquece hasta hoy. La encarnación en el mundo romano dio organización a la Iglesia. Durante siglos ella aprendió a expresarse en el mundo que se iba formando en Europa, incluso con su ayuda.

Nosotros, recién llegados, no sabemos cuánto costaron aquellas asimilaciones, y tenemos que encarnarnos en la nuevas y viejas experiencias de África, de Asia, de América... quién sabe, quizás hasta de otros mundos. Todavía tenemos muchos bienes de Dios para descubrir, para recoger, para vivir de ellos.
8. El carisma
Después del Concilio Vaticano II°, que insistió en el don de la vida religiosa, empezamos a hablar de carisma. Una palabra muy oportuna para recordar que nuestro llamado a la vida religiosa es un don del Espíritu Santo, pero además, un regalo que Dios hace al pueblo, a la Iglesia y no, tan solo, para nuestro beneficio personal.
Está claro que, si yo soy un buen franciscano, será muy bueno para mí. Pero el Pueblo de Dios me puede exigir que yo sea un buen franciscano, porque Dios me dio para su Iglesia.

La idea de fundar los franciscanos -como todas las familias religiosas- vino del Espíritu Santo, pero fue la Iglesia quien juzgó si la inspiración era verdadera y la aprobó. “Aprobar” no significa, apenas, que el Papa dio un Sí -documentado o no- a Francisco y Clara. También quiere decir que el Pueblo de Dios nos sigue dando el sí a través de los siglos, que nos sigue exigiendo ser la realización del sueño del Espíritu para beneficio de las personas con quienes convivimos, y de la inmensa multitud de todo el Pueblo caminando en la historia.

Esta reflexión nos puede ayudar a entender mejor la obediencia de Francisco y Clara: obedecer es corresponder a los bienes que proceden de Dios. Pero ser religioso dentro de la Iglesia es tener que rendir cuentas, a todo el mundo, del bien especial que recibimos. Cuando un religioso se compromete por la profesión, se hace directamente responsable delante del Pueblo: es mucho más que una promesa delante de Dios.
9. Para experimentar
Cuando sientas deseos de criticar alguna actitud de la jerarquía, o personas de su entorno, intenta descubrir los beneficios que recibimos de ella. ¿Lees y estudias los documentos que se constantemente publican? Si no los conoces tienen muchas razones para callarte, mejor aprovecha esos dones.

No olvides agradecer “por los teólogos y por aquellos que nos administran las palabras divinas”. Recuerda a las personas que, a lo largo de tu vida, te pusieron en contacto con la Palabra de Dios: tus padres y catequistas, alguna viejita piadosa, los profesores y predicadores.

La Eucaristía es la mayor riqueza a nuestro alcance. Muchas personas han colaborado para que esté a tu disposición. Recuérdalas con gratitud, que eso también es obediencia.

De vez en cuando es bueno que te preguntes si Dios está contento con lo que has vivido. Pero no olvides que el Pueblo de Dios, también tiene derecho a cuestionarte si realmente eres ese don que recibió cuando fuiste llamado.

Formamos un Pueblo de Dios porque respondemos a la misma Palabra y nos alimentamos del mismo Pan, que es Cristo. Recuerda que esa palabra te fue transmitida y ese Pan te fue compartido con la enorme colaboración de los hebreos, griegos, romanos, europeos... Tú y tus hermanos y hermanas ¿hablan la Palabra de Dios en el lenguaje de los aborígenes, de los negros y de tantos otros pueblos que ayudan a comunicarla? El pan de la Eucaristía, se amasa con la vida de toda esa gente ¿Cómo puede ser su alimento?


11. Misión Apostólica

1. Introducción
Jesucristo es el gran “apóstol” del Padre. Vivir a Jesucristo es tomar parte en su misión. Así como obedeció Jesús, también nosotros obedecemos cuando damos a conocer el amor del Padre y ayudamos a que las personas sepan responderle.

Como Pueblo recibimos una misión: somos un nuevo Jesucristo. Ese Pueblo se extiende a través de los tiempos y lugares para cumplir su misión. Nuestra relación de obediencia no es la de una empresa, sino la de una familia; reconocemos la autoridad de quienes, en este momento, están encargados de pastorear al Pueblo.

El carisma franciscano comenzó cuando Francisco preguntó: “Señor ¿qué quieres que haga?” (2Cel 6). La respuesta vino cuando el Cristo de San Damián le mandó restaurar su Iglesia (cfr. 2Cel 11), y se clarificó por completo cuando escuchó leer el Evangelio en la Porciúncula:

“... al oír Francisco que los discípulos de Cristo no debían poseer oro, ni plata, ni dinero; ni llevar para el camino alforja, ni bolsa ni pan, ni bastón; ni tener calzado, ni dos túnicas, sino predicar el reino de Dios y la penitencia, al instante, saltando de gozo, lleno del Espíritu del Señor, exclamó: “Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica”. Rebosando de alegría, se apresura inmediatamente el santo Padre a cumplir la doctrina saludable que acaba de escuchar...”.(1Cel 22)
Estos elementos fueron asumidos por la Orden que nació después que “el Señor le dio hermanos”.
2. Conciencia de la Misión
Tanto en Francisco como en sus seguidores, la conciencia de la misión creció rápidamente. Ya antes de escuchar el Evangelio en la Porciúncula, él se había declarado “heraldo del gran Rey” (cfr. 1Cel 16), poco después de entregar las ropas a su padre y de haber reconocido que, ahora, podía decir “Padre nuestro que estás en el cielo”.

Cuando quisieron sumarse Bernardo y Pedro, fueron a consultar el Evangelio y escucharon pasajes que los orientaron hacia la vida apostólica (cfr. 2Cel 159). Además, cuando entró Bernardo, el comentario de Celano fue que:

“A continuación abrazó esta misión de paz y corrió gozosamente en pos del santo”. (1Cel 24) Cuando reunieron un pequeño grupo, Francisco los envió por el mundo “de dos en dos” (cfr. 1Cel 29).

Cuando llegaron a ser doce, visitaron al Papa Inocencio III y, de sus manos, recibieron la misión oficial (cfr. 1Cel 33). El Papa los mandó a predicar y les dijo que, después, les encargaría otras misiones. La Leyenda de los Tres Compañeros comenta que comenzaron a predicar con nuevo ardor (cfr. TC 54).

Además, aquel Papa había soñado con Francisco sosteniendo la Iglesia que se derrumbaba (cfr. 2Cel 17).

Luego Francisco quiso ir entre los infieles y, en 1220, ya tenían mártires en Marruecos. Las hermanas atestiguaron (cfr. Pro VI,6 y VII,2) que la misma Clara, eremita, quiso ser misionera.

Poco tiempo después marchaban hacia Alemania, Inglaterra y otros países. Sentían la necesidad de corresponder a los bienes de Dios, comunicándolos a todos los pueblos.
3. Misión Humilde
Para anunciar la gran Buena Nueva del Padre, el Hijo de Dios se hizo pequeño. Nosotros, que lo anunciamos, no somos dueños del mensaje. Y cuando llegamos a los destinatarios debemos tener muy en claro que, aunque no hayan recibido el anuncio evangélico, ya han recibido al Verbo de Dios de muchas maneras, porque fueron creados a su imagen y semejanza.

Por eso, el Pueblo nace del casamiento entre el mensaje evangélico más puro que podamos comunicar, con las formas de la cultura de las personas a quienes podemos comunicarlo. Sin olvidar que, también ellas, siempre tienen algo que decir.

Francisco creó la vida franciscana a partir de las cosas que vivía su pueblo en aquel momento: movilidad, nacimiento de las comunas, una nueva espiritualidad, movimientos populares... Él tenía el Evangelio de Jesucristo para anunciar, pero aquella gente tenía muchas actitudes de cristos vivos para compartir, mezcladas con “bienes” destinados a desaparecer con el tiempo.

La Iglesia siempre fue constituida principalmente por los pobres, pero no sólo los pobres sin dinero. Por todos aquellos que reconociéndose pobres -en cualquier sentido- saben que deben compartir el pan, la camisa, la doctrina, los sacramentos y la organización, para difundir la Buena Nueva.

El Hijo de Dios vino como un simple en medio de los simples, y sus apóstoles deben seguir el mismo camino; para descubrir la riqueza de los simples y obedecer al Señor que la distribuye. Anunciar la persona de Jesús. Él es el Bien que tenemos para transmitir, si él no fuera fuerte, todo lo demás no tiene importancia.
4. Para ayudar al Clero
Francisco, posiblemente aludiendo a una decisión del IV Concilio de Letrán, recuerda que tenemos una misión supletoria en la actividad de la Iglesia:

“Y si bien quería que sus hijos tuvieran paz con todos y que se mostraran como niños a todos, así y todo enseñó de palabra y confirmó con el ejemplo que debían ser sumamente humildes con los clérigos. Solía decir: Hemos sido enviados en ayuda de los clérigos para la salvación de las almas, con el fin de suplir con nosotros lo que se hecha de menos en ellos. Cada uno recibirá la recompensa conforme no a su autoridad, sino a su trabajo. Sabed, hermanos -añadía-, que el bien de las almas es muy agradable a Dios y que puede lograrse mejor por la paz que por la discordia con los clérigos. Y si ellos impiden la salvación de los pueblos, corresponde a Dios dar el castigo, que por cierto les dará a tiempo. Así, pues, estaos sujetos a los prelados, para no suscitar celos en cuanto depende de vosotros. Si sois hijos de la paz, ganaréis pueblo y clero para el Señor, lo cual le será más grato que ganar a sólo el pueblo con escándalo del clero. Encubrid -concluyó- sus caídas, suplid sus muchas deficiencia; y, cuando hiciereis estas cosas, sed más humildes”. (2Cel 146)
Es un texto muy interesante que demuestra con claridad cómo Francisco tenía perfecta conciencia de las fallas, a veces muchas, del clero de su tiempo. De todos modos, quiere que los hermanos sean “menores” e insiste en que, es mejor trabajar que tener autoridad o disputar por tenerla. También podemos apreciar que su principio de obediencia sigue siendo válido: estar atentos y corresponder a todos los bienes de Dios.

Con el tiempo crecerá el número de clérigos dentro de la Orden, pero la Familia Franciscana seguirá teniendo mayoría absoluta de legos o no clérigos; sobre todo si contamos la multitud de Hermanas Franciscanas y de la Orden Franciscana Seglar. Francisco nos quiere a todos en esa misión supletoria y auxiliar.
5. Cualquier hermano que quiera ir...
Francisco sabía muy bien que no todo mandato viene de las cabezas de la Iglesia o de la Orden: es Dios mismo quien nos envía en el corazón. Por eso hizo escribir en la Regla:

“Así, pues, cualquier hermano que quiera ir entre sarracenos y otros infieles, vaya con la licencia de su ministro y siervo. Y el ministro deles licencia y no se las niegue, si los ve idóneos para ser enviados; pues tendrá que dar cuenta al Señor (...) Y los hermanos que van, pueden comportarse entre ellos espiritualmente de dos modos. Uno, que no promuevan disputas y controversias , sino que se sometan a toda humana criatura por Dios y confiesen que son cristianos. Otro, que, cuando les parezca que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios...” (1R 16,3-7)
En el pensamiento de Francisco, el quiere ir a otras tierras, otras culturas o religiones, no necesita un espíritu aventurero, conquistador o proselitista. Necesita vivir ardorosamente el Bien recibido de Dios, y estar dispuesto a morir por él; mantener la fe en medio de ellos y servirlos, aún sin anunciar la Palabra.

Por supuesto que, también, debe estar dispuesto a descubrir y respetar todos los bienes de Dios que pudiera encontrar en personas tan diferentes. Francisco dio un ejemplo muy fuerte, cuando marchó a Tierra Santa y se entrevistó con el Sultán. Se cree que de allí viene la admiración por las oraciones públicas, que recomendó en sus cartas.
6. El beneficio de las culturas
Los hijos e hijas de Francisco y Clara están presentes en todos los rincones del mundo. Cada vez son más los nativos del lugar que los misioneros. La forma de vida franciscana, tan abierta a todas las personas, tiempos y regiones, enriqueció tremendamente a la Iglesia; porque su don es vivido en una comunión cada vez mayor, como don de las razas y culturas más diversas.

Además, como somos muy movedizos y nos gustan las reuniones fraternas a todo nivel, difundimos esa riqueza por todas las naciones y regiones.

Para ser verdaderamente “obedientes” a la Iglesia -al gran llamado de Dios a todas las criaturas- necesitamos tener una conciencia muy viva de nuestro rol auxiliar en la construcción de esa comunión cada vez mayor de la infinita variedad de personas y dones con que, el Señor, obsequió a su esposa.

Debemos comenzar dando gracias por la diversidad que vamos descubriendo en nuestras provincias y fraternidades locales.
7. La misión de liberar
Quien es obediente porque saborea con placer los permanentes dones de Dios, debe sentir dolor al ver tantas personas que no los pueden disfrutar; ya porque no lo conocen, ya porque tomaron caminos que las van apartando del Señor de la bondad. Por eso, tiene que ser apóstol y mensajero de la verdad y de la liberación.

Pero hay que tener mucho criterio para “liberar” a las personas. Ellas no necesitan nuestra libertad; necesitan ser aquellas personas libres que Dios soñó cuando las creó. Y, más de una vez, esto puede ser muy diferente de todo lo aprendido o vivido. Nosotros debemos obedecer al bien de la libertad de cada uno.

Ahora bien, el gran problema de la libertad es la verdad: no somos libres porque, habiendo rechazado a Dios, nos creamos un falso yo. “La verdad los hará libres”, dice el Señor. Entonces, quien fue enviado como apóstol tiene que ayudar a descubrir la verdad, con cariño y con firmeza.

Celano escribió de Francisco:

“El muy valeros caballero de Cristo Francisco recorría ciudades y castillos anunciando el reino de Dios, predicando la paz y enseñando la salvación y la penitencia para la remisión de los pecados; no con persuasivos discursos de humana sabiduría, sino con la doctrina y el poder del espíritu. En todo actuaba con gran seguridad por la autoridad apostólica que había recibido, evitando adulaciones y vanas lisonjas. No sabía halagar las faltas de algunos y las fustigaba; lejos de alentar la vida de los que vivían en pecado, la castigaba con ásperas reprensiones, ya que antes se había convencido a sí mismo viviendo lo que recomendaba con las palabras; no temiendo que lo corrigieran, proclamaba la verdad con tal aplomo que hasta los hombres doctísimos, ilustres por su fama y dignidad, quedaban admirados de sus sermones, y en su presencia se sentían sobrecogidos de un saludable temor. Corrían a él hombres y mujeres; los clérigos y los religiosos acudían presurosos para ver y oír al santo de Dios, que a todos parecía hombre de otro mundo”. (1Cel 36)
La Crónica de Tomás de Eccleston tiene un interesante pasaje sobre los primeros hermanos que llegaron a Inglaterra:

“Tenían tal amor por la verdad que casi no osaban decir cosa alguna con metáforas, y nunca escondían sus propias culpas, aún sabiendo que, si las confesaban, serían castigados”. (n° 28)
En esa tarea de liberación nuestra y de los demás, es interesante recordar que -como enseñaban los maestros escolásticos de la Edad Media- todo lo bueno es verdadero y todo lo verdadero es bueno. Basta con observar cómo vivimos prisioneros de nuestras falsedades.

No fuimos hechos para eso, y en tanto no vivamos para lo que fuimos hechos, aunque observemos al pié de la letra todas las leyes y mandamientos, seremos, fundamentalmente, desobedientes.
8. La misión de los contemplativos
No debemos pensar que sólo obedecemos a la misión cuando actuamos en medio del pueblo por la predicación o por las obras buenas. Las Fuentes Franciscanas hablan de una gran duda que Francisco y sus hermanos tuvieron en el comienzo: si Dios los habría llamado sólo para la oración en los eremitorios o, también, para la predicación (cfr. 1Cel 35).

En el capítulo 16 del libro de las Florecillas hay un relato muy bonito en el cual, Francisco, manda pedir las oraciones de Santa Clara y de Fray Silvestre para resolver esa duda, y obtiene la respuesta de que Dios lo había enviado para las dos cosas.
San Buenaventura, en el capítulo 12 de la Leyenda Mayor, hace unas largas e interesantes consideraciones sobre el mismo tema, analizando las ventajas de la oración y de la predicación; mostrando que, finalmente, el santo resolvió seguir el mandato de la predicación que Jesús había recibido del Padre.

El hecho es que Francisco siguió predicando, pero tres o cuatro veces por año celebraba la cuaresma, retirándose al eremitorio durante cuarenta días para orar. Muchos de sus hermanos lo acompañaron y Clara -quien le había anunciado la voluntad del Señor de que fuese a predicar-, pasó toda su vida en el eremitorio de San Damián, como lo hacen las clarisas hasta el día de hoy. Quien quiera tener un buen testimonio de valor misionero y apostólico puede leer su Bula de Canonización.

Debemos recordar que, en su camino apostólico, la Iglesia siempre contó con los ermitas y los contemplativos. Pero es muy significativo lo que refiere Celano en su Vida Segunda, sobre el modo en que Francisco recibía en la Orden a los hombres doctos de su tiempo: primero, los mandaba retirarse una buena temporada en los eremitorios.

Finalmente agrega este comentario

“¿A dónde creéis -añadió- que llegaría el que comenzara de esta manera? Sin duda, se lanzaría, como león desatado de cadenas, con fuerza para todo, y el gusto feliz experimentado al principio se incrementaría en continuos progresos. En fin, éste sí que se entregaría seguro al ministerio de la palabra, porque esparciría lo que le bulle dentro”. (2Cel 194)
Yo no diría, como he oído tantas veces, que, de vez en cuando, el apóstol necesita retirarse en oración para “recargar las baterías”. Lo que realmente necesita es ser obediente al Padre y ser, continuamente, una transparencia del Hijo de Dios. La gran razón es que, el apóstol, es un comunicador de la vida eterna. Si no viviera la dimensión eterna ¿qué va a comunicar?

Pero la vida eterna no puede ser la suposición de un mundo futuro, de una tierra sin males que “esperamos” que venga. La vida eterna ya comenzó para los que miran el mundo con los “ojos del espíritu”. Y a partir de esa visión del “no lugar” y del “no tiempo” de Dios, ayudan a reconstruir el mundo tal como fue soñado por el Creador, no como fue transformado por los hombres.
9. Para experimentar
Antes que personal, tu misión apostólica es una misión fraterna. ¿Tus iniciativas apostólicas se inscriben en la misión de tu fraternidad? ¿Te gusta que tus hermanos y hermanas apoyen tu misión? Y tú ¿los apoyas a ellos?

No olvides agradecer por las diferencias. Agradece a Dios que puso en su Iglesia y en tu fraternidad todo ese abanico de razas y mentalidades. Agradece, también, a esas personas, sobre todo a las más diferentes.

¿Has pensado que el Evangelio llegó hasta nosotros porque otras personas, muchas personas, tuvieron el coraje de abandonar sus tierras y venir a este país que no conocían? ¿No pensaste en llevar la llama a otros pueblos?

Experimenta conversando con las personas más cercanas que colaboran contigo. ¿Creen que el reino de Dios se construye entre todos, los que trabajan en pastoral y los que llevan una vida de oración con Dios?

¿Qué has hecho hasta hoy para que tu trabajo apostólico sea una transparencia del Hijo de Dios? ¿Recuerdas que, de hecho, sólo Él llega hasta los corazones? ¿Rezas para ser una expresión de Él? ¿Agradeces por lo que Él ha hecho por tu intermedio?
Seguramente conoces muy bien la mayoría de las falsedades que reinan en tu ambiente. No las critiques, no digas que no entiendes; que tu tarea apostólica incluya liberar a todas las personas que sean víctimas de esa situación.



12. La vida en Obediencia

1. Introducción
Al comienzo de la Regla, Francisco escribió que:

“La regla y vida de los hermanos menores es ésta: guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo viviendo en obediencia, sin nada propio y en castidad. El Hermano Francisco promete obediencia y reverencia al señor Papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos, y a la Iglesia romana. Y los otros hermanos estén obligados a obedecer al Hermano Francisco y a sus sucesores”. (2R 1,1-3)
Santa Clara escribió algo similar, así como todos los grupos religiosos fueron obligados a escribir a lo largo de los siglos. Pero nos engañaríamos, y mucho, si pensáramos que franciscanos y franciscanas forman un grupo organizado, como un ejército, como una empresa. Lo que los hace diferentes es, precisamente, su obediencia.

No se trata de una vida de observancia regular, sino de un constante escuchar y seguir al Espíritu Santo que nos habla en los hermanos, como fraternidad y como personas.

Dios nos llamó y nos dio el Bien de la vida fraterna con una misión en el mundo: enseñar a las personas a ser hermanos y hermanas, para que puedan comenzar la vida eterna. Como la vida en obediencia es la vida del amor fraterno, al entrar en ella, comenzamos vivir aquello que queremos para siempre.

Vivir en obediencia no significa comprometerse a observar una serie de leyes, reglas y determinaciones, sino pertenecer a cierto sistema religioso. Ya no soy una persona aislada que hace lo que mejor le parece; comprometí mi vida en un grupo fraterno del cual espero no salir jamás. Por el resto de mi vida, para saber dónde y con quién voy a vivir, a trabajar o rezar, estoy a merced de las personas que Dios envió a mi grupo y de las vicisitudes que ese grupo deba enfrentar.
2. No se separen
En la tercera Admonición, cuando enseña que no se puede obedecer al prelado que manda alguna cosa “en contra del alma”, el santo concluye:

“Y si por ello ha de soportar persecución por parte de algunos, ámelos más por Dios. Porque quien prefiere padecer la persecución antes que separarse de sus hermanos, se mantiene verdaderamente en la obediencia perfecta, ya que entrega su alma por sus hermanos”. (Adm 3,8-9)
Toda la convocatoria de Dios, la ekklesía, es para unir. El mejor ejemplo que podemos dar es el de mantenernos unidos y demostrarnos diariamente esa unión. Y el peor testimonio es el de aislarnos con la excusa de hacer trabajos especiales o, incluso, de santificarnos más.

Hubo un tiempo en que creíamos vivir en la mejor de las “comunidades”, cuando se cumplían todos los horarios y nadie daba un paso sin pedir permiso. Eso se llamaba “observancia regular”, y los franciscanos se enorgullecían de ser “observantes”. Naturalmente creían que eso era la “obediencia”.

Para entender mejor la propuesta de Francisco es necesario recordar que, cuando en la tercera Admonición habla de “obediencia caritativa”, está citando la primera Carta de Pedro, cuyo contexto resulta interesantísimo para su espiritualidad.

El apóstol insiste varias veces en la palabra obediencia; dice que fuimos llamados para “obedecer” a Jesucristo (1Pe 1,2) y que debemos ser “hijos obedientes” (1Pe 1,14); pero dice que vivamos libres, porque vivimos la Trinidad. Luego se extiende explicando el papel del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo para demostrar que, ahora, nosotros vivimos en la libertad de la Trinidad. Luego de eso concluye:

“Por su obediencia a la verdad, ustedes se han purificado para amarse sinceramente como hermanos. Ámense constantemente los unos a los otros con un corazón puro, como quienes han sido engendrados de nuevo, no por un germen corruptible, sino incorruptible: la Palabra de Dios, viva y eterna”. (1Pe 1,22-23)
Queda claro que todo lo que nos separa, impide en nosotros la vida y el testimonio de la Trinidad.
3. Obediencia evangélica
Me parece importante subrayar el carácter profundamente evangélico de la obediencia franciscana. Ella se presenta, ante todo, como una búsqueda constante -de parte de los individuos y de toda la fraternidad- de la voluntad de Dios y su realización. La obediencia no es sino escuchar a Dios, estar disponibles a su inspiración que puede llegarnos de maneras diversas; principalmente por medio de nuestros hermanos y de los hermanos ministros.

Pero no podemos quedarnos sólo en palabras. Usamos tanto las palabras evangelio y evangélico que, hoy, tienen muchos significados, algunos contradictorios. Para Francisco, una característica concreta de quien seguía el Evangelio, era no tener nada propio. Por eso, dentro de la “vida fraterna” y de la “obediencia caritativa”, todo lo que recibían y todo lo que daban era prestado. Por eso, también, nunca nadie acumulaba nada; sólo crecía. Y no crecía acumulando bienes, sino transformando el corazón, para ser cada vez más libre y amar cada vez más.

Cuando vivimos “en obediencia”, dependemos los unos de los otros; no para cumplir un programa, sino para que todos continúen un proceso de transformación que los enriquece de Dios y los hace vivir, desde ahora, la vida eterna.
4. Institucionalización
Con el tiempo, el concepto franciscano de obediencia fue cambiando; el número de hermanos creció y se relajó la disciplina. La solución se buscó en el refuerzo de la autoridad y la observancia de las prescripciones. La sumisión llegó a ser el medio para que los religiosos mantuvieran el orden y para reforzar la institución. La obediencia se convirtió en un ejercicio de disciplina, transformándose en un sistema de “órdenes y permisos”.

En cierto modo, este proceso estaba justificado por la profunda y creciente institucionalización de la Orden, que incluía los cambios en el modo de concebir la obediencia, para alcanzar una mayor eficacia. El superior pasó a ser un programador y organizador. El cambio comenzó ya en tiempos de Fray Elías, pero alcanzó su punto máximo con San Buenaventura:

“El prelado sea la cabeza en el cuerpo de la comunidad. Mientras los otros miembros se aplican a las actividades propias de cada uno, el jefe preside y provee a todos, regulando la función de todos los sentidos, gobernando todo y transmitiendo sensación y movimiento a todos los miembros, a través de las órdenes y de las concesiones de la santa obediencia”. (Buenaventura, De sex alis seraphim, c. 6. in Opuscula mystica, Quaracchi 1965)
Está claro que, en esa perspectiva, el grupo crece de otra forma: crece en número, crece en trabajos y realizaciones, incluso acumula posesiones y recursos cada vez más eficaces. Pero deja de crecer en la vida de liberación, que es la vida de la Trinidad.
5. La disciplina
En una vida de obediencia ¿debemos ser disciplinados? ¿No será que, en alguna medida, la propuesta franciscana destruye la disciplina?

Ante todo sería bueno distinguir algunas formas de disciplina, y recordar que la palabra “discípulo” viene del latín “discere”, que significa “aprender”. Para exhibir el orden de un batallón en marcha o la exactitud encantadora de un ballet hay que aprender, a duras penas, que todos los pasos deben ser cronometrados y seguidos al milímetro. Nosotros podemos disciplinar hasta las máquinas para que produzcan cada vez mejor, sin desperdicios.

Sabemos que hasta un solista tiene que disciplinar su voz o su instrumento. Yo diría que la vida fraterna en obediencia no es la educación de una banda de inadaptados, sino la armonización de un grupo ordenado. Su disciplina no viene de afuera, no depende del jefe; sale del corazón que siempre está buscando la mejor forma de amar, con una libertad cada vez mayor.

Por otra parte, quien ha recorrido un largo camino de búsqueda aprende a disciplinarse, porque llega a conocer las cosas que ayudan y, también, las que retardan el progreso.
6. Dimensiones
La fraternidad local es el lugar donde se vive con mayor intensidad la obediencia caritativa o fraterna. Día a día compartimos la oración, la vida, el trabajo, el desafío de ser personas diferentes y contar con una variedad de dones para asimilar en nuestro crecimiento. Allí se vive el misterio de la Eucaristía, la transformación de la muerte en vida para aquella porción del Pueblo de Dios en que nos fue dado ingresar por la misión.

Pero nosotros también pertenecemos a una unidad mayor, que es la provincia. Así, nos extendemos a toda una región donde, de hecho, la obediencia nos puede llevar a vivir, a través de los trienios que se suceden o de los hermanos y hermanas que van rehaciendo nuestra fraternidad. Aquí tenemos, también, una renovación continua, porque el Espíritu del Señor sigue trayendo personas siempre nuevas, en tanto que otras van partiendo hacia la Patria definitiva.

Por esta unidad nos hacemos responsables de una región, de su pueblo y su cultura; de sus pasos en la creación del Reino. Somos sangre viva en la Iglesia de la región, haciendo correr el espíritu por sus venas. Tanto cuanto nos reconocemos como pueblo, tanto cuanto lo asumimos en sus dolores y alegrías. Somos un elemento vivo de la transformación de los valores de esa región en valores evangélicos.

Las fronteras de los países nos pueden contener o ser una invitación a traspasarlas. Esto nos hace obedecer a los bienes que el Señor derrama en cada nación; bienes que son raíces, bienes que son desafíos...

Pero nuestra “vida en obediencia” va más lejos todavía, porque nuestra movilidad y nuestra encuentros nos ayudan a llevarla a toda la Iglesia. Mucho más aún con la facilidad de medios de comunicación que tenemos hoy.

En la patria eterna nuestra vida será infinitamente rica: Dios será todo en todos, y todos tendrán todo en Dios. Compartiremos las experiencias de las personas de todos los tiempos y lugares. También enriqueceremos a los demás con las experiencias que estamos viviendo desde ahora. Si es así -¡piensa si no lo fuera!- ¿por qué no valoramos desde ahora la tremenda experiencia de convivir día a día con personas de otras edades, otras culturas, otras maneras de ver las cosas? La obediencia fraterna es una de las mejores preparaciones que podemos tener para la vida eterna.
7. Sumisos a todos
La mayor novedad de la obediencia franciscana, en sus comienzos, fue que ella no apuntaba a un grupo de monjes alejados del mundo, agrupados en un monasterio, casi autosuficientes en todo. Era la obediencia de religiosos que “sin ser del mundo” vivían en el mundo. Incluso podían trabajar como empleados en otras casas, tal como vemos en la Regla de Francisco:

“Los hermanos, dondequiera que se encuentren sirviendo o trabajando en casa de otros, no sean mayordomos ni cancilleres ni estén al frente en las casas en que sirven; ni acepten ningún oficio que engendre escándalo o cause perjuicio a su alma, sino sean menores y estén sujetos a todos los que se hallan en la misma casa” (1R 7,1-2)
Parece bastante claro que, si nos definimos por los trabajos que hacemos -como de hecho ocurre en la mayoría de los casos- cerramos filas con otro tipo de vida religiosa que, evidentemente, supone otro tipo de obediencia.

Pero, no es sólo en el trabajo que nuestra “vida en obediencia” supone sumisión a todos. Es bueno recordar que, cuando enviaba a sus hermanos a misionar entre los infieles, Francisco decía que la primera forma de estar allá era “someterse a toda humana criatura por causa del Señor” (1r 16). La frase es una cita de 1Pe 2,13 y, en su contexto, dice que el testimonio conduce a la conversión.

Si el hermano es “menor” por obediencia al Señor, se sentirá servidor en cualquier circunstancia . Y quien sirve, presta oídos a los demás, es decir, obedece.

Pero también es evidente que, si el hermano menor es libre, no pactará con errores o injusticias. Aún así, tendrá esa forma de ser fraterna y menor, propia de quien nunca rompe la unidad, como enseñó Francisco en la tercera Admonición.
8. El fruto es la Paz
Para quien mira desde afuera la vida en obediencia puede parecer una renuncia terrible, justamente por eso, muchos rehúsan comprometerse. Así como hay otros que nunca terminan de adaptarse a ella.

De hecho hay una renuncia, pero no a la propia libertad, pues sin libertad no hay obediencia. Se renuncia a la lucha por el privilegio de ser más importante y de ser servido. Todos tenemos que crecer y progresar siempre pero, con frecuencia, nos engañamos pensando que sólo crecemos cuando pasamos por encima de los demás. El engaño viene de una opción por el yo falso en lugar del verdadero, por el “espíritu de la carne” y no por el “espíritu del Señor”.

Ahora bien, la obediencia fraterna nos enseña que, en la medida en que tenemos el coraje de renunciar a ser mayores y elegimos ser sumisos pero más activos, vamos ganando el fruto de la paz; aquella paz interior y exterior que, decía Francisco, era “paz en el cuerpo y en el espíritu”.

Entonces podremos cantar con el santo:

“¡Señora santa caridad, el Señor te salve con tu hermana la santa obediencia!” (SalVir 3)
9. Como volver a la Obediencia Franciscana original
Hoy percibimos el deseo de recuperar una obediencia como aquella de la primitiva fraternidad. Sin embargo, como nos enseña la historia, para realizar ese estilo de obediencia es necesario crear, primero, una fraternidad espiritual con capacidad de renuncia, caridad operativa y abierta a la voluntad de Dios.

El hermano que manda debe confiar en el Espíritu del Señor, que actúa en cada uno de sus hermanos; debe creer en ellos, en su sinceridad, aún con el riesgo de una posible indisciplina.

Por su parte, el hermano que obedece debe confiar en la acción del Espíritu en la persona del ministro, creer en su recta intención y correr el riesgo de un posible abuso de autoridad porque, también el superior, es un ser limitado.

Uno de los mejores instrumentos utilizados hoy en día es el Capítulo Local. Allí, lo más importante no es garantizar la participación e integración de todos, sino la oportunidad de olvidar por un momento los trabajos y buscar formas, siempre renovadas, de crecer fraternalmente en el camino espiritual.

En todo caso, resulta fundamental que, de ahora en adelante, nuestra propuesta de vida franciscana incluya otra visión de la obediencia, fraterna, en palabras y en obras. Los jóvenes que el Señor envía deben conocer, desde en comienzo, esta verdad que hace a nuestra fraternidad.
10. Para experimentar
¿Hasta qué punto te has entregado a la fraternidad? ¿Hasta donde tus parientes y amigos influyen en tu vida? ¿Hasta dónde tus decisiones dependen de ellos?
Trata de conocer, siempre, las razones y los sueños de las personas que integran tu fraternidad. Si, además de conocerlos, los amas y ayudas a realizarlos, eso será verdadera obediencia fraterna. Y los demás abrirán sus puertas para conocer los tuyos.

Si cualquiera de tu fraternidad puede hacer tus trabajos tan bien como tú, y tú puedes ayudar o sustituir a otros miembros de tu fraternidad, esa puede ser una excelente demostración de que están viviendo en obediencia. Sin duda todos somos originales y, algunas veces, tenemos un modo particular de hacer las cosas, pero, cuando las compartimos, todo se hace diferente y fraterno.

Cuando puedas, trata de releer las crónicas de Jordán de Giano y Tomás de Eccleston, para ver cómo vivían las fraternidades franciscanas de los primeros tiempos en Alemania e Inglaterra. El mundo cambió mucho; el Espíritu del Señor sigue siendo el mismo.

Toma nota de las veces en que tú, tus hermanos y hermanas, ejercen el cargo de “capataces” de otras personas fuera de la fraternidad. Evalúa, con ellos y ellas, porqué suceden estas cosas, cómo cambiar de actitud y cómo planificar un cambio profundo en nuestra vida.

Revisa la historia de tu obediencia recordando los marcos de referencia de tu paz: interior y exterior.


Fuente: http://www.franciscanos.net/
Por: José Carlos Correa Pedroso

Escritos de San Francisco de Asís